Vivimos en un mundo fragmentado a causa del pecado. Ese pecado es el que ha producido estragos en nuestras relaciones horizontales y, aún peor, en nuestra relación vertical con Dios. Por eso, como consecuencia, nos encontramos rotos, vacíos, insatisfechos; lamentándonos y clamando por cualquier cosa que pueda satisfacer nuestras almas sedientas.
«Pues sabemos que la creación entera a una gime y sufre dolores de parto hasta ahora. Y no solo ella, sino que también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, aun nosotros mismos gemimos en nuestro interior (…)». Ro. 8:22-23
Buscamos desesperadamente llenar el vacío en nuestro interior y creemos lograrlo a través de las cosas creadas. Sin embargo, en esa búsqueda, perdemos de vista al Creador que nos diseñó de tal forma que solo podemos estar completos y satisfechos en Él.
Nuestra mirada se ha desviado del único lugar donde hay esperanza y debido a esto terminamos insatisfechos y decepcionados.
La decepción forma parte de nuestras vidas y no sólo somos receptores, también contribuimos activamente a decepcionar a otros cuando no cumplimos con las expectativas de los demás, simplemente, porque nunca podremos hacerlo.
Hay muchas formas en que la decepción se hace presente:
- La prolongada espera durante la soltería
- Las heridas en el matrimonio
- El dolor por un hijo rebelde
- La infertilidad
- La pérdida repentina de un ser querido
- Una enfermedad crónica
- Las amistades que traicionan
- Un líder espiritual que ha negado su fe
- El abuso físico
- Un aborto espontáneo
- Un gobierno que no cumple con lo prometido
- La inesperada crisis económica
Tal vez te identificas con alguna o piensas en muchas otras que no se han mencionado. En cualquier caso, todas son situaciones que nos decepcionan. Esto es completamente normal en un mundo caído, porque somos falibles y no hay cosa creada que pueda cumplir con aquello que solo Dios puede hacer.
¿Cómo respondes frente a la decepción?
Cuando llega la frustración, la ansiedad, el descontento o la incertidumbre debemos recordar que el problema no se encuentra en las circunstancias o en las personas que te han causado dolor. El principal problema es que hemos reemplazado a Dios y nos hemos puesto en el centro; no vivimos para su gloria, sino que buscamos nuestra propia gloria y, como queremos satisfacer nuestros deseos con el placer terrenal y temporal, entonces, vivimos siendo amigas de la queja y sintiéndonos víctimas de lo que ocurre a nuestro alrededor.
El pecado nos deja ciegos y adormece nuestros sentidos, para que no podamos ver las grandes riquezas y maravillas que encontramos en el admirable y único gran Dios.
Cada día que me despierto me doy cuenta que tengo la tendencia de olvidarme de todas las bendiciones y enfocarme en aquello que me produce ansiedad. De manera que, en medio de mi frustración y mi debilidad, tengo que recordar que debo levantar mi mirada hacia el único lugar donde hay rescate.
A continuación, me gustaría compartir contigo cuatro lugares donde tiendo a recurrir en medio de la decepción y cómo la gracia de Dios me rescata:
1. Él me rescata de mí misma
Él quita las ataduras que me hacen esclava a mis propios deseos y me capacita con su Santo Espíritu que viene a morar en mí para que pueda vivir para Él. La obra de Cristo en la cruz me ha librado del egocentrismo y ya no vivo yo, sino que ahora Cristo vive en mí. Y aunque seguimos batallando en la lucha por el control y el dominio en nuestros corazones, Él ha prometido estar con nosotros hasta el fin.
«Y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos». 2 Co. 5:15
2. Él me rescata del desaliento
Cuando parece que todo está perdido, tengo que recordar que mi mirada es tan limitada que solo veo una pequeña parte del cuadro y no veo la imagen completa; debo recordar que justo cuando mis fuerzas o mis recursos se han agotado y me siento frágil y débil para continuar hay alguien que me dice: «Te basta mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad». (2 Co. 12:9) La gracia de Dios es suficiente y en la más densa oscuridad su luz brilla con mayor intensidad. Él convierte tu aflicción y queja en un canto de alegría no porque todo se ha solucionado, sino porque Él es la fuente de gozo.
«Mas yo en tu misericordia he confiado; mi corazón se regocijará en tu salvación. Cantaré al Señor porque me ha colmado de bienes». Sal. 13:5-6
3. Él me rescata de la culpa
Qué gran consuelo es recordar que he quedado totalmente absuelta de todas esas circunstancias que pueden acusarme. Ya no hay condenación para los que estamos en Cristo (Ro. 8:1). Su justicia perfecta ha sido imputada a mi favor y ya no hay nada que pueda separarme de su gran amor (Ro. 8:39). Cristo pagó la deuda y sigue intercediendo por los que creen en su nombre. Todo lo que pasa en nuestra vida de este lado del cielo es controlado por un Dios soberano. Lo que sea que hayas pasado que te haga sentir culpable, acércate a Él, porque en Él hay rescate.
4. Él me rescata del resentimiento
Podemos albergar resentimiento o amargura en nuestros corazones heridos, pero vivir así nos esclaviza y nos llena de infelicidad. Por eso, es necesario que reconozcamos el gran amor y perdón que Dios tiene hacia nosotros: que aún cuando estábamos muertos en nuestros delitos y pecados nos dio vida juntamente con Cristo (Ef. 2:4-5). No lo merecíamos, pero fue por su pura gracia; siendo sus enemigos nos tomó y nos hizo sus hijos, no se acuerda más de nuestros pecados, no nos trata según nuestras iniquidades, sino que su misericordia es para siempre (Sal. 103:10-11). Solo frente a su santidad es que puedo ver lo horrendo de mi maldad, pero puedo entender la maravilla de su perdón y lo profundo de su amor. Es allí cuando su gracia, amor y perdón pueden fluir a través de mí.
Querida amiga, de este lado del cielo seguiremos teniendo desilusiones y deseos insatisfechos, pero qué gran alegría que este no es nuestro destino final. No pertenecemos a este lugar y no estamos diseñadas para vivir plenas y felices aquí en la tierra porque nuestra ciudadanía está en los cielos con el Padre ( Flp. 3:20).
Esperamos y anhelamos aquel lugar donde ya no habrá más llanto, ni clamor, ni dolor (Ap. 21:4).
No sé qué es lo que te ha decepcionado, pero estoy segura que has atravesado por esto. Sin embargo, no te quedes ahí, ¡corre a Cristo! en Él hay esperanza. Esa decepción es parte del plan soberano de Dios para que mantengas tu mirada en el lugar correcto. Recuerda que en este mundo tendremos aflicción, pero en medio de esa aflicción podemos confiar en aquel que ha vencido al mundo. La decepción puede ser un medio de gracia que te apunta a Cristo. Cuando todo aquí se desvanece y sientes que tus pies se hunden entre arenas movedizas, aférrate a la roca firme, ahí encontrarás salvación.
Quienes estamos en Cristo podemos vivir confiados en que nos espera una nueva ciudadanía y, entonces, todos nuestros anhelos estarán satisfechos porque fuimos diseñadas no para este mundo, sino para estar con Él por la eternidad.
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