Veo, veo…¿qué ves?

«Enséñanos a contar de tal modo nuestros días, que traigamos al corazón sabiduría». -Salmo 90:12

Una calurosa tarde de verano cuando regresábamos a casa luego de recoger a nuestro hijo de su clase de basquetbol, nos detuvimos en un puesto de empanadas. Una señora preparaba los pedidos al mismo tiempo que calculaba los despachados y atendía las nuevas órdenes. Con cara amable y voz suave se dirigía a quienes estábamos allí; después de todo, éramos sus clientes.

Junto a ella, el recipiente lleno de aceite caliente aumentaba el calor que sentíamos; en medio de esas condiciones que normalmente nos causan irritación, algo llamó mi atención. Detrás de la señora se escuchó una voz: «¡Mami! Veo, veo», y ella respondió: «¿Qué ves?». «Una cosa», siguió la voz. «¿De qué color?», respondió ella. «Blanco y gris», finalizó la voz. 

Cuando me acerqué para ver quién hablaba, vi a un niño de unos seis años sentado en una silla. Mientras su mamá trabajaba, el niño con papel en mano o mejor dicho, bolsa en mano, (pues, se trataba de una de las bolsas para empacar las empanadas) y un lapicero en la otra, dibujaba mientras se entretenía en su juego.

Parecería una escena común que no amerita una reflexión, sin embargo, no pude dejar escapar el detalle de que para aquella mujer, quizás con un montón de problemas económicos en su cabeza, un sofocante calor avivado por el fuego y la presión de los clientes, en medio de todas las voces a las que procuraba prestar atención, había una que resaltaba entre todas: la de su hijo. Y él, ajeno a todo lo que le rodeaba, solo quería una cosa: jugar con su mamá.

«No puedo atenderte ahora, ¿no ves que estoy ocupada?». Pudo haber sido una respuesta «lógica» en medio de tal situación. Pero con su mirada, ella buscaba alrededor tratando de averiguar qué cosas tenían el color por el cual su hijo preguntaba, y como si él se diera cuenta de su infructífero esfuerzo, le decía: «¡Está en el cielo mami!». «¡Ah, son las nubes!», respondía ella. Y así prosiguieron envueltos en su mundo de juego mientras cada uno de nosotros se marchaba con su pedido. 

¿Cómo es posible que esta mujer pudiera atender a su hijo tan afablemente en medio de su trabajo cuando tantas veces en circunstancias menos difíciles mi voz se ha tornado áspera teniendo como respuesta común un «no puedo ahora»? Dicho formalmente, me sentí amonestada. Sé que hay momentos en los que realmente no podemos atenderlos, pero nuestros hijos deberían percibir nuestro deseo de que fuera diferente. Y que con voz suave y rostro afable podamos añadir: «Lo haremos más tarde, hijo». 

Me percaté de cómo las escenas cotidianas pueden traer mucha sabiduría a nuestras vidas de la misma forma que nuestro Señor Jesucristo enseñó a quienes lo seguían; a través de las cosas simples de la vida. Quizás pasarán muchas tardes en las que esta mujer continúe cocinando sus empanadas y complaciendo a sus clientes, pero su hijo no volverá a tener seis años.

Aprovechemos bien el tiempo antes de que nuestros hijos conozcan todas las formas y colores, y ya no necesiten que les enseñemos; cuando su corazón no se llene de emoción y expectativa esperando la anhelada respuesta de su mamá a una simple pregunta: «Mami, veo, veo…».

Para reflexionar: 

¿Cuáles anécdotas contarán tus hijos sobre momentos que disfrutaron con su madre en su niñez? Pídele a Dios que te enseñe a contar bien tus días, como el salmista, para que tu corazón se llene de sabiduría.


 

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Sobre el autor

Sandra Isabel Patín de Matos

Sandra conoció al Señor hace más de veinticinco años, y ha pertenecido a la Iglesia Bíblica del Señor Jesucristo desde entonces. Está casada con José Manuel Matos desde hace 24 años y tienen tres hijos: Alejandra, José Eduardo y Paula. … leer más …


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