Una verdadera herencia reservada por toda la eternidad

Escrito por: Denise Kohlmeyer

“No nos dejó nada,” sollozaba mi hermana una tarde, al otro lado de la línea telefónica. “¿Qué?” le pregunté, insegura de haber oído correctamente. Esperé a que ella pudiera controlar su voz. “No nos dejó nada,” dijo deliberadamente despacio. “Nos borró de su testamento.” Luego un torrente de lágrimas la sobrecogió, y yo me quedé sentada en mi escritorio tratando de asimilar la realidad de sus palabras.

Mi papá había fallecido el día anterior, en su casa en el sur rural de Indiana. Mi hermana era literalmente su vecina (bueno, después de atravesar un bosque, del otro lado del barranco.) Horas después de su muerte, ella había hablado con uno de sus seis hijastros, y dejaron muy clara la verdad que nos causó tanta conmoción: Nuestro papá había escrito un testamento más reciente, dejando nada –¡absolutamente nada!- a sus tres hijos de su primer matrimonio (mi hermana mayor, yo, y mi hermano menor).

Ninguno de los tres habíamos anticipado algo así, en absoluto. Siempre se nos había dicho que heredaríamos diez por ciento de su patrimonio. Pero ahora, aparentemente, no había resultado así. Él había dejado todo –sus negocios, la preciosa cabaña, la granja de 124 acres, y todos sus otros bienes inmuebles- a su segunda esposa.

Nos sentimos atacadas por la espalda. Y traicionadas.

Al sentarme en mi escritorio, atónita, sucedió algo increíble, algo que las palabras no pueden describir. Una sensación abrumadora me envolvió. Fue un sentimiento real, delicioso físicamente, como si alguien se hubiera acercado detrás de mí y me hubiera envuelto con una suave cobija. Tranquilizándome. Consolándome.

Fue como un sueño. De otro mundo. ¡Divino!

La paz que sobrepasa todo entendimiento

Ese “Alguien” fue mi Padre celestial, envolviéndome en Su Paz, de la cual las Escrituras dicen que “sobrepasa todo entendimiento” (Flp. 4:7) Y realmente así fue. No pude explicarlo entonces, ni tampoco ahora. Solo supe lo que era, y me sentí de lo más agradecida por ello.

Dios sabía –como solamente Dios puede saber- que yo necesitaría Su paz en ese preciso momento. Y conforme Su paz se fijó sobre mí, esta maravillosa certeza de Su Palabra aquietó mi corazón: “Has sido injertada.”

Esa era mi verdadera herencia

Justo esa mañana, (providencialmente), yo había estado leyendo Romanos 11, y fue el versículo 17 el que habló a mi corazón: “Pero si algunas de las ramas fueron desgajadas, y tú, siendo un olivo silvestre, fuiste injertado entre ellas y fuiste hecho participante con ellas de la rica savia de la raíz del olivo”.

Dios quería que yo supiera, que fuese confirmada, que, aunque mi padre terrenal me había desheredado, ¡Él nunca lo haría! Siendo un “olivo silvestre” (metáfora para un gentil, un no-judío), yo había sido bondadosamente “injertada” en el árbol familiar de Dios. Y ahora compartía la “rica savia de la raíz del olivo,” salvación eterna a través de Cristo Jesús.

El injerto –mi adopción- era permanente. Irrevocable.

Injertada

En términos básicos de horticultura, injertar es una técnica donde se corta una hendidura en el tronco de un árbol y se inserta un retoño, el cual se fusiona y crece junto con las ramas naturales, originales.

El apóstol Pablo utilizó esta metáfora del injerto para ilustrar la inclusión de los gentiles en el reino de Dios, el cual inicialmente era para los judíos (las ramas naturales). Los judíos de la antigüedad estarían familiarizados con esta imagen dada la abundancia de los olivos que crecen en el Mediterráneo.

Mi “injerto” sucedió un sorprendentemente cálido día de marzo en 1987. Sentada debajo del árbol de un parque (irónicamente), rendí mi corazón, mente, alma, y voluntad al Salvador, Cristo Jesús, y me apropié su regalo gratuito de gracia por la fe (Ef. 2:8-9). En ese momento, mi heredad celestial fue sellada, garantizada cuando el Espíritu Santo vino a morar en mí. (Ef. 1:13) Y mi nombre fue escrito en el Libro de Vida del Cordero, la “herencia” de Dios, escrita con tinta permanente. Ahora tenía una “herencia incorruptible, inmaculada, y que no se marchitará, reservada en los cielos para [mí] (1ª P. 1:4 énfasis añadido)

Reservada por toda la eternidad

Reservada.

Esa palabra ha llegado a significar tanto para mí. En el griego, se traduce como “guardar, reservar, vigilar como un centinela militar.” ¡Qué hermosa imagen la de esta palabra! Dios guarda mi heredad, la vigila como Altísimo Centinela militar. Bajo su vigilancia divina, nadie puede quitármela. ¡Qué preciosa, preciosa promesa ha sido esto para mí y para todos los hijos amados de Dios!

Mientras que hubiera sido bueno tener una herencia terrenal, mi heredad en los cielos es mucho más valiosa que cualquier otra cosa que un padre terrenal podía haberme dejado.

Mi verdadera herencia me espera, una herencia de bendiciones y banquetes, alabanza y recompensas –todo reservado para mí bajo llave y cerradura divinas.

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