¿¡¡Qué!!? Me escucho a mí misma responder a mi esposo con el tono de impaciencia, cansancio, hartazgo y casi desesperación que provoca el calor en mi cuerpo. ¡Oh! Ciertamente me pongo mal cuando son las 7 de la noche, el sol está aún en lo más alto y el termómetro marca ¡horror!, ¡casi 40 grados centígrados! Y yo, además, con el termostato alterado a causa de la edad, las hormonas y sus ausencias. Fatal el asunto. Fatal el resultado.
Los detonantes varían de mujer a mujer. A mí me altera el calor, a otras serán las demandas de los hijos pequeños, a otra quizá la economía, el matrimonio o la falta de este, problemas con los padres, problemas con amigos, la vida diaria que nos toca vivir. Hay diversas situaciones, cosas, personas y días que nos retan como mujeres cristianas a ser fieles a ese hermoso diseño con el que Dios nos hizo y a la que muchas hemos dicho: ¡Sí, Señor!
Pero, ¿en verdad lo digo ahora cuando las cosas no son como yo quiero o como yo las necesito? ¿Hay gozo en abrazar lo que dice la Escritura?
«Asimismo, las ancianas deben ser reverentes en su conducta, no calumniadoras ni esclavas de mucho vino. Que enseñen lo bueno, para que puedan instruir a las jóvenes a que amen a sus maridos, a que amen a sus hijos, a que sean prudentes, puras, hacendosas en el hogar, amables, sujetas a sus maridos…» (Tito 2:3-5ª).
Dios nos creó, y Jesús, como sacerdote que sí puede compadecerse de nuestros sufrimientos, (dado que los padeció y sin pecado) comprende las luchas que se desatan en nuestra mente y alma cuando nuestra fe es retada a estirarse, cuando el mundo a cada momento nos invita a ser independientes, libres, sin yugos y sin dar cuenta a nadie de nada. ¿Sumisión? ¡Nunca! Perseguimos esa «libertad» como anhelo y meta de vida, y cuando llegamos ahí sin Cristo, entendemos que nuestros anhelos y emociones nos engañan. Es vano todo nuestro deseo porque no hay satisfacción completa en el servirse a sí misma.
Lo que la Biblia me dice a mí, mujer, es que mi vida y mis acciones tienen un propósito. El diseño divino de mi cuerpo, el diseño divino de mis emociones y mi mente, no son producto del azar, sino del fino trazo del Dios bendito que nos desea libres en Él. En Cristo.
Solo en Él hay plenitud. Jesús es el único que desea, y puede, llenarme. Solo en Él hay gozo. La forma de experimentarlo es buscándole, estar en Su presencia, conocerle y creer que, en efecto, hay deleite en Él.
Solo en Él hay libertad. Libertad para elegirle a Él antes que a mí misma; para renunciar a mí, y con gozo y de manera consciente entregar mi vida, mi corazón, mi mente y mis acciones a Él. Su gracia obtenida a precio de sangre y a precio de cruz es lo que me recuerda que el motivo de mi vida es agradarle a Él. Agradecer con mi vida lo recibido, lo imposible de pagar.
¿Le agradarán mis refunfuños? ¿Sonreirá con las mentiras «blancas»? ¿Le honrará la mala gana que puedo tener al atender a mi familia? ¿Le honrará una mente que se distrae en pos de sus placeres y no va derecha a hacer Su voluntad? ¿Muestra mi vida el carácter de Cristo?
Mi Señor Jesucristo, manso y humilde, nos ha dejado Sus huellas para que sigamos Sus pisadas. Nos ha dejado Su Palabra para vivir conforme a lo que a Dios honra. Y como mujeres hemos visto en Tito que tenemos un llamado personal, un llamado del Padre a Sus hijas: «…para que la palabra de Dios no sea blasfemada» (Tito 2:5b).
Cuando el Señor Jesús salvó nuestra alma, no solo nos dio vida eterna, sino que se comprometió amorosamente a ejercer una acción perseverante de amor en nuestra vida: la santificación. Eso significa que, por Su Santo Espíritu, por el poder de Su amor, Jesús va a moldear y cincelar nuestro carácter a Su semejanza cada día de nuestra vida de tal manera que podamos adornar en todo la doctrina de Dios nuestro Salvador (Tito 2:10).
Pensemos en los últimos días que hemos vivido. Seguramente muchas circunstancias han llegado y retado nuestra boca, nuestra fe, nuestra manera de responder. ¿Hemos hecho honor a nuestro nombre de cristianas? ¿Adornamos o afeamos? ¿Nuestra lengua es un mundo de maldad? ¿O la ley de clemencia está en nuestra lengua?
¿El porvenir nos agobia y atormenta, o podemos sonreír con seguridad porque nuestro Dios está a cargo de nuestra vida? Si nos piden, ¿damos y de buena gana? ¿Servimos a nuestro prójimo con gozo?
Quizá tú, así como yo, has experimentado una vida antes y después de Cristo. Has podido mirar Su gracia inmensa que te ha dado oportunidades para dejar atrás tus quejas, tus exigencias y tus caprichos, para aprender a vivir para Él.
Quizá en tu vida es evidente que Su mano te ha tallado y has aprendido a disfrutar de ser una mujer conforme a Su diseño; que halla alegría en servir a su familia y amigos; que está dispuesta a ir a más en Cristo; que dice: «Sí, Señor, creo, pero ayuda a mi incredulidad».
Dios ha sido bueno en cambiar nuestras vidas de lamentos y tristezas a danza y alegría. Su amor nos ha cambiado. Su paciente y fiel amor nos ha permitido avanzar a Cristo e intentar corresponder a Su gracia con una vida entregada a Él.
Así que, es necesario que Él crezca y yo mengüe. Es necesario que Su amor prevalezca por encima de mis muchos pecados, y que Su gracia conmueva y comprometa mi corazón para que, no importando que suceda, Su Nombre sobre todo nombre no sea blasfemado con mi vida egoísta, sino que cada acto de mi ser intente, no de manera perfecta, pero sí sincera, vivir para que Él sea alabado.
Llevemos todo pensamiento, toda queja y todo dolor cautivo y quietos a Su preciosa obediencia digna de alabar e imitar. Yo sé que hay días cuando mi carácter aún se queda muy lejos de lo que debería ser… pero Su gracia es mayor. ¡Alabado sea!
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