Los capítulos del 12 al 16 de Éxodo se pueden resumir de la siguiente manera:
Capítulo 12: La primera Pascua. Dios libera a su pueblo de la esclavitud en Egipto.
Capítulo 13: Un llamado a recordar la liberación de Dios hacia su pueblo.
Capítulo 14: Dios abre el Mar Rojo para sellar la liberación de su pueblo.
Capítulo 16: La gente se queja a causa del hambre; Dios provee el maná.
En este punto, la nación de Israel llevaba aproximadamente diez minutos en el desierto. Aún no llegaban a Sinaí, tampoco se les había dicho que toda su generación moriría antes de entrar a la tierra prometida por causa de su falta de fe y desobediencia. Nada de eso. Ellos acaban de salir de la esclavitud, probablemente todavía tenían la arena del Mar Rojo pegada a sus sandalias. Sin embargo, en el capítulo 17, a pesar de que ellos acababan de presenciar dos de los actos más sobresalientes del poder de Dios en todo el Antiguo Testamento (dos eventos que la nación recordaría por siempre: la Pascua y la separación del Mar Rojo), ellos no adoraron a Dios. Al contrario, se quejaron porque tenían sed.
Mientras iban camino a Canaán, el pueblo de Israel acampó en Refidim, pero no pudieron encontrar agua allí. En lugar de confiar en el Dios que cambió el corazón del Faraón, que partió el Mar Rojo, que convirtió el agua amarga en agua dulce, y que hizo que cayera maná del cielo, ellos murmuran contra Moisés. Sus quejas fueron tan intensas que Moisés estaba nervioso pensando que las cosas se podían poner violentas (v. 4), pero, aún peor, es que ellos estaban tentando a Dios (vv. 2, 7).
Probablemente ya sabes cómo termina la historia. Dios proveyó de agua cuando Moisés golpeó una peña con su vara. Por lo tanto, este lugar recibe el nombre de Masah (prueba) y Meriba (queja), a fin de conmemorar los corazones duros de los Israelitas.
Ahora avancemos hasta el Salmo 95, un salmo sin firma, probablemente escrito durante la época del reino. Este salmo comienza de la misma forma como lo hacen varios, con un llamado a la adoración.
Vengan, cantemos con gozo al Señor,
Aclamemos con júbilo a la roca de nuestra salvación.
Vengamos ante Su presencia con acción de gracias;
Aclamemos a Él con salmos.
Porque Dios grande es el Señor,
Y Rey grande sobre todos los dioses,
En cuya mano están las profundidades de la tierra;
Suyas son también las cumbres de los montes.
Suyo es el mar, pues Él lo hizo,
Y Sus manos formaron la tierra firme.
Vengan, adoremos y postrémonos;
Doblemos la rodilla ante el Señor nuestro Hacedor.
Porque Él es nuestro Dios,
Y nosotros el pueblo de Su prado y las ovejas de Su mano. (vv. 1-7a)
En medio del versículo 7, el poeta toma un giro, dándole al lector una firme advertencia:
Si ustedes oyen hoy Su voz,
No endurezcan su corazón como en Meriba,
Como en el día de Masah en el desierto,
Cuando sus padres me tentaron,
Me pusieron a prueba, aunque habían visto Mi obra.
Por cuarenta años me repugnó aquella generación,
Y dije: «Es un pueblo que se desvía en su corazón
Y no conocen Mis caminos.
Por tanto, juré en Mi ira:
Ciertamente no entrarán en Mi reposo» (Salmo 95:7b-11)
El escritor parece estar diciendo que la adoración y la queja no pueden coexistir. Lo aterrador es que los pendencieros israelitas, quienes querían un poco de agua para llenar sus vasijas, probablemente se habrían identificado a sí mismos como adoradores que solo se quejaban en ocasiones específicas. Pero la Escritura no lo relata de esa manera.
El autor de Hebreos también alude a la historia de los israelitas cuando cita el Salmo 95 varias veces en los capítulos 3 y 4. Él repite la advertencia que da el salmista sobre tener corazones endurecidos. Sin embargo, él dice que la consecuencia de la dureza no solamente implica que, permaneciendo aún la promesa de entrar en Su reposo, alguno parezca no haberlo alcanzado, sino que, no entrarán en Su reposo. El reposo que se encuentra en Cristo (Heb. 4:1-11).
Un corazón quejumbroso y polémico te pone en un territorio peligroso.
Esto no quiere decir, que cada vez que una se queje sobre lo caliente que es el sol de verano quede exiliada del cielo. Yo no debería quejarme sobre el clima, pero, no es un pecado imperdonable hacerlo. Después de todo, ¿quién de nosotras no se ha puesto un poco irritable cuando está bajo el caliente sol o está pasando hambre o sed? Cuando consideramos nuestro propio corazón no podemos tirar la primera piedra contra los israelitas. Sin embargo, el Salmo 95 y Hebreos 3 y 4 te dejan muy en claro que no debemos tomar el tener corazones pendencieros a la ligera. Es por ello que para mí es tentador escribir un artículo que se titule: «7 maneras en las que puedes saber si tu lloriqueo ha ido demasiado lejos».
Pero, así como sucede con la mayoría de los problemas del corazón, no encontrarás la respuesta mirándote el ombligo o tratando de delimitar la línea que no debes cruzar. Al contrario, la respuesta se encuentra en levantar la mirada hacia el cielo y contemplar a Dios. Para poder llevar esto a cabo, estudiaremos la primera mitad del Salmo 95.
Regocíjate en la presencia del Rey
El salmista comienza con una invitación a cantar con gozo al Señor y aclamar con júbilo a la roca de nuestra salvación. Nosotras hacemos esto porque demuestra la grandeza de Dios y su soberanía sobre todos los dioses (v. 3). Ni siquiera el príncipe de las potestades del aire (Ef. 2:2), cuyo trono está en la tierra (Ap. 2:13), podría detener la obra salvífica de nuestro Dios. Él no sería boicoteado por la dureza del corazón del Faraón, o intimidado por la embestida de los carruajes del Faraón, o desconcertado ante un manantial de agua amarga, por lo que, él no puede ser amedrentado ni por una sola flecha en llamas que el enemigo lanza en nuestra dirección.
Por lo tanto, la siguiente tarea del salmista es recordarle a su audiencia la amplitud del dominio de Dios. Desde las profundidades del foso más profundo conocido en el mar «a más de seis millas hacia abajo» hasta el punto más alto del Monte Everest «por encima de cinco millas en el aire» y sobre todas las cosas en medio «y más allá», Dios es Rey. El teólogo alemán Abraham Kuyper lo dijo de la siguiente manera: «No existe un centímetro cuadrado sobre todo el dominio de nuestra existencia humana sobre el que Cristo, que es soberano sobre todo, no grite: “¡Mio!”».
Quejarse o contender con este Rey demuestra un orgullo de nuestra parte que se puede comparar solamente con Satanás, quién pensó que podía hacer un mejor trabajo que el único y verdadero Dios. No contendamos con Dios, en lugar de ello, regocijémonos en la presencia del Rey.
Humíllate a ti mismo ante tu Creador
Mientras que la primera estrofa nos manda a cantar con gozo y aclamar con júbilo al Rey de reyes, la segunda llamada a la adoración exige humildad: «Doblemos la rodilla ante el Señor nuestro Hacedor. Porque él es nuestro Dios» (Sal. 95:6). El salmista nos recuerda que entrar en la presencia de Dios no es un asunto pequeño, debido a que lo hacemos de forma espiritual y no física, muchas veces olvidamos el enorme privilegio del que disfrutamos. La Escritura nos describe cómo es estar en la presencia de Dios.
- El rostro de Moisés resplandecía (Ex. 34:29)
- Isaías exclamó: ¡Ay de mí! Porque perdido estoy (Is. 6:5)
- Juan sintió que caía como muerto (Ap. 1:17)
Aunque nosotras muy probablemente no experimentaremos un rostro resplandeciente, nuestros corazones deben capturar ese asombro y ser movidos a la humildad. Es tan fácil y a la vez tan absurdo que muchas veces mis oraciones se tratan más de mí que de Dios.
Imagina si los celulares hubieran existido en 1969 cuando Neil Armstrong fue a la luna. ¿Te imaginas lo raro que hubiese sido que él mandara una selfie a la tierra? La misión no se trataba de Armstrong, Aldrin o Collins. La misión involucraba algo mucho más grande. Si Armstrong se hubiese puesto como el centro del momento, habría sido como una parodia de proporciones galácticas. Yo hago lo mismo cuando me presento audazmente ante mi Creador y discuto con Él.
Descansa en las manos de tu Pastor
Los primeros seis versículos del Salmo 95 nos recuerdan la trascendencia de Dios. Él es Rey sobre todos los reyes, Dios sobre todos los dioses, el Creador. Las montañas y los mares están en Sus manos. Él es grande, asombroso y digno de nuestra adoración. Sin embargo, antes de que el salmista nos dé la advertencia sobre nuestros corazones, él nos recuerda sobre la inmanencia de Dios, sobre Su cercanía. «Porque él es nuestro Dios, y nosotros el pueblo de Su prado y las ovejas de Su mano» (v. 7).
Querida amiga, tú y yo nos descarriamos como ovejas y nos apartamos cada cual por nuestro propio camino (Is. 53:6), sin embargo, seguimos siendo sus ovejas. Nos quejamos y reclamamos, tratamos de ser el centro de atención, y a pesar de todo, Él nos sostiene en la palma de su mano.
Probablemente Jesús tenía este salmo en mente cuando se llamó a sí mismo el Buen Pastor y nos daba esta dulce promesa:
«Mis ovejas oyen Mi voz; yo las conozco y me siguen. Yo les doy vida eterna y jamás perecerán, y nadie las arrebatará de Mi mano. Mi Padre que me las dio es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano del Padre» (Jn. 10:27-29).
Nosotras, las ovejas descarriadas, podemos descansar y regocijarnos en las manos de nuestro dulce Pastor. Nuestro Pastor dio su vida por sus ovejas (Jn. 10:14-18). Él se sacrificó a Sí mismo por cada murmullo, queja, arenga y disputa que llevamos ante Él. Y Él nos perdona (1 Jn. 1:9). Sin embargo, no nos olvidemos de la advertencia encontrada en el Salmo 95:7-11; un corazón que es propenso a contender con Dios en lugar de adorarlo está en un terreno peligroso.
Así que, ¿quieres que tu corazón se llene de adoración todo el tiempo o de queja?
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