Escrito por Patricia Pérez
Hace varios años, una mujer me habló de Cristo y de Su Palabra. Me regaló una Biblia. En casa teníamos una, muy linda, pero cerrada. Por mi condición de tinieblas, nunca me llamó la atención abrirla y leerla, solamente la veía al pasar y pensaba: «Ese libro es muy grueso».
Esta mujer me dijo: «Comienza leyendo 5 salmos y un proverbio cada día». Lo hice, pero no entendía nada. Algo en mí sentía que debía hacerlo, que debía seguir leyendo, aunque no comprendiera. Es como si hubiera hecho un compromiso con alguien o como si fuera una obligación, pero sin deseo.
Un día, desesperada y hasta molesta, le dije a Dios: «Ya me cansé, no entiendo nada. Si Tú eres verdadero, y Tu Palabra es verdad, muéstrame; no quiero estar engañada, ni obligada, ni perdiendo el tiempo» (una verdadera ironía, pues así era como realmente vivía).
Sí. Sé que mi oración fue irreverente, y más ahora que entiendo a Quién le hablé así, a un Dios que es santo, santo, santo (Is. 6:3). Pero también hoy sé, por Su Palabra, que es un Dios lento para la ira y grande en misericordia, como lo dice en el Salmo 103:8. Sé que es compasivo, y que se acuerda de mi condición, que solo soy polvo (Salmos 103:14).
Él sabía que, viviendo, estaba muerta (Ef. 2:1), que era un hueso seco en gran manera (Ez. 37:2 y 4). Pero Su Espíritu ya estaba obrando en mi corazón. No pasó mucho tiempo cuando vino la respuesta con el Salmo 32:8: «Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar: sobre ti fijaré mis ojos» (RV60).
¡Wow! Mi corazón latía a 1,000 por hora. Sentí un gozo, que aún hoy, después de tantos años, me hace reír y llorar. ¡Cuánto amor y cuánta gracia!
Pero mi cambio no fue como el gozo de ese momento, repentino y emocionante. Había mucho que trabajar en mí, en mi corazón duro como el diamante. Era necesario un trasplante de corazón. El Señor me dijo con Su Palabra en Ezequiel 11:19 que me quitaría el corazón de piedra y me daría uno de carne, para que le amara. Me explicó con Lucas 5:31 que yo estaba enferma y necesitaba al único médico capacitado para ese trabajo, a Su Hijo Jesucristo.
Cuando Su Hijo se dio a conocer, me dijo: «Trataré tu enfermedad; no será fácil, te dolerá continuamente el proceso, pues hasta que Yo venga o te llame a venir a Mí, ese virus llamado “pecado” te seguirá atacando. Sigue Mis indicaciones, toma tu remedio, mira la cruz. Recuerda que Yo Soy el que sana tus dolencias (Salmo 103:3), el que sanará tu corazón quebrantado; Yo vendaré tus heridas (Salmo 147:3). No olvides que Yo tengo el remedio, pues Yo compré tu sanidad, venciendo y quitando el pecado cuando morí en la Cruz, por ti.
Obedece las instrucciones que te dejo escritas en Mi Palabra (Josué 23:6). Lee los mandamientos y estatutos que te doy. Guárdalos en tu corazón y ponlos por obra (Dt. 4:1, 2 y 9). Irás sintiendo alivio mientras tomas porciones abundantes cada día del Pan de Vida (Jn. 6:35) y bebes del Agua que Yo te daré, y no tendrás sed jamás (Jn. 4:14).
Por las mañanas, te saciaré de Mi misericordia (Lamentaciones 3:22-23), Yo seré tu solaz, pues te proveeré descanso, consuelo, placer, esparcimiento y alivio de tus trabajos. Toda necesidad, Yo la cubriré (Fil. 4:19, Ef. 1:23)».
Hoy puedo decir, que en este caminar con mi médico Jesús, Él me ha dado fe con esperanza, pues también me prometió que como Él comenzó en mí Su obra, Él mismo la perfeccionará (Fil.1:6).
Así que te animo a confiar en Cristo, ve cada día a Su Palabra, háblale en oración, exponle con sinceridad tu enfermedad y deja que Él trate con tu corazón para sanarlo y ayudarte a entender. No desmayes en la debilidad. Y nunca olvides que Su Palabra es verdad (Jn. 17:17).
Su Palabra tomó vida en mi corazón y poco a poco lo sana; es la que me guía en el camino que debo andar, hizo que me anclara fuertemente a Cristo, y me hace entender que Él está interesado en mí, que sobre mí ha fijado Sus ojos.
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