Si pudieras controlar el momento de tu muerte, ¿cuáles serían tus últimas palabras? Mientras Jesús colgaba de la cruz, habló siete veces. La primera de sus últimas palabras fue una oración, pero no para Sí mismo.
«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». -Lucas 23:34
¿De verdad? ¿No sabían lo que hacían?
Los líderes judíos tramaron la muerte de Jesús durante meses. Le pagaron a Judas para que lo traicionara. Organizaron un simulacro de juicio durante la noche.
La multitud clamaba por Su crucifixión, incluso eligieron a un asesino para ser liberado en lugar de Jesús, quién había curado a los enfermos, resucitado a los muertos y alimentado a miles de personas.
El gobernador Pilato sabía que Jesús solo era culpable de hacer enojar a los líderes judíos. Intentó liberarlo, pero al final, a sabiendas, dio la orden de la muerte de Jesús.
Los soldados romanos escupieron a Jesús, le golpearon, le pusieron una corona de espinas en la cabeza y se burlaron de Él. Cuando lo llevaron al Calvario, lo vieron tropezar, golpeado y sangrando. Cuando le clavaron los clavos en las manos y los pies, los soldados sabían exactamente lo que estaban haciendo. La agonía de Cristo era real.
Sin embargo, Jesús dijo: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc. 23:34).
Ciegos, sordos y muertos
Los verdugos de Jesús no sabían lo que hacían porque el pecado y «el dios de este mundo ha cegado el entendimiento de los incrédulos, para que no vean el resplandor del evangelio de la gloria de Cristo, que es la imagen de Dios» (2 Cor. 4:4).
Los líderes judíos que planearon el asesinato de Jesús, la multitud que clamó por Su crucifixión, el gobernador Pilato que dio la orden de Su muerte, y los guardias romanos que llevaron a cabo la maldad más vil de la historia; el pecado los cegó a todos a la verdad. Ninguno tenía ojos espirituales para ver.
Si realmente hubieran entendido quién era Jesús y lo que le estaban haciendo, nunca habrían hecho tal maldad. El horror de tales acciones los habría abrumado; entonces, se habrían postrado ante Jesús y lo habrían adorado.
Sin Cristo, todas estamos espiritualmente ciegas y sordas.
En la rebelión de nuestro pecado, no somos diferentes a la gente de los días de Ezequiel, Jesús y Pablo, que tienen oídos pero no oyen (Ez. 12:2; Mt. 13:13; Hch. 28:27). En nuestro estado pecaminoso, no oímos, ni vemos, ni respondemos a la Verdad.
A menos que Dios abra nuestros ojos para ver a Jesús y nuestro pecado, permanecemos ciegas y sordas como muertas, porque eso es exactamente lo que somos: muertos en nuestros delitos y pecados (Ef. 2:1).
¿Qué esperanza tenían de entender realmente lo que estaban haciendo cuando estaban espiritualmente ciegos, sordos y muertos? ¿Qué esperanza tiene cualquiera? Los muertos no pueden hacer nada.
Por eso vino Jesús a la tierra y por eso Sus primeras palabras pronunciadas en la cruz son tan poderosas y reconfortantes. Cristo es nuestro mediador.
La primera preocupación de Jesús en la cruz fue orar, no sólo por los que ordenaron Su muerte y clavaron los clavos en Sus manos y pies, sino también por nosotras. Él dijo: «Padre, perdónalos» (Lc. 23:34).
¿Quién nos rescatará?
Poco después de que Jesús muriera y resucitara, un fariseo llamado Saulo trató de destruir a los seguidores de Jesús, Su Iglesia. Saulo era fervoroso por Dios y no se detenía ante nada para destruir a cualquiera que se atreviera a seguir al blasfemo Jesús de Nazaret (Hch. 9).
En el camino hacia Damasco para arrestar a más cristianos, Saulo se encontró con el Jesús del que tanto había oído hablar y Jesús lo dejó ciego.
Durante tres días, Saulo tropezó en la oscuridad con los ojos muy abiertos. Entonces el siervo de Cristo, Ananías, puso sus manos sobre Saulo y algo como escamas cayeron de sus ojos. El Espíritu Santo sacó a Saulo de la muerte espiritual a la vida y le dio ojos para ver y oídos para oír la verdad y creer. Cristo transformó a Saulo en el apóstol Pablo.
Años más tarde, Pablo escribió estas palabras sobre el terror del pecado residente en los cristianos: «¡Miserable de mí! ¿Quién me libertará de este cuerpo de muerte? Gracias a Dios por Jesucristo Señor nuestro. Así que yo mismo, por un lado, con la mente sirvo a la ley de Dios, pero por el otro, con la carne, a la ley del pecado» (Ro. 7:24-25).
El poder del pecado es quebrantado
Por medio de la cruz, Cristo rompió el poder del pecado, pero con demasiada frecuencia seguimos sin oír, ver o responder a la verdad que conocemos. ¿Quién nos rescatará de este cuerpo de muerte? Gracias a Dios que por medio de Jesucristo nuestro Señor podemos vencer al pecado. Podemos ver, oír y caminar en santidad, paz y gozo.
También podemos caminar en el perdón hacia los que han pecado contra nosotras. En Cristo hemos recibido tanto el perdón de nuestros pecados como el poder de perdonar a los demás. ¿Cómo no vamos a orar por los que pecan contra nosotras como Jesús oró por nosotras?
Perdonemos como Cristo los perdonó
Si Cristo puede perdonarnos aunque éramos pecadores y enemigos de Dios (Ro. 5:8-10), ¿cuánto más debemos perdonar a quienes pecan contra nosotras o contra nuestros seres queridos?
Perdonemos como Cristo nos ha perdonado (Ef. 4:32).
El testimonio del centurión
Cuando Jesús exhaló su último suspiro y entregó su espíritu, uno de sus verdugos, un centurión romano, observó atónito. No era ajeno a las crucifixiones. Eran parte de su trabajo. Fue testigo de cómo la muerte llega lentamente en una cruz. A medida que los brazos y las piernas de los criminales ya no podían sostenerlos, el peso de sus cuerpos oprimía el aliento de sus pulmones hasta que se asfixiaban.
Jesús habló en voz alta solo unos segundos antes de morir. El centurión romano le oyó. Su crucifixión no se parecía a ninguna otra. Como ciudadano de una nación que adoraba a muchos dioses, podría haber imaginado que era como si Jesús tuviera la fuerza de los dioses en Él. Pero no este centurión. Reconoció a un hombre con la fuerza de un Dios, el único Dios verdadero.
Cuando el centurión y los otros que estaban con él vieron la forma en que murió Jesús, pronunciaron las primeras palabras registradas después de la muerte de Jesús. «¡En verdad este hombre era el Hijo de Dios!» (Mc. 15:39).
No sé si Dios había hecho caer las escamas de los ojos del centurión y le había dado vida espiritual para comprender la verdad; para ver y escuchar al Señor mientras colgaba, despreciado en un madero condenado por sus pecados, crucificado quizás por sus propias manos. Cualquiera que fuera la condición espiritual del centurión, el hombre dijo la verdad.
Me pregunto si también escuchó las primeras palabras de Jesús en la cruz, su oración pidiendo perdón a los que le crucificaron. La oración de Cristo por él.
¿Resonó la oración en sus oídos y le impulsó al arrepentimiento y a la adoración? ¿El perdón de Dios consoló su alma atormentada en ese momento?
¿Y tú? ¿La oración de Cristo resuena en tus oídos y te reconforta? ¿Te impulsa a perdonar a tus enemigos?
Perdonada
¿Qué pecados te atormentan hoy? ¿Los tuyos propios? ¿Los de otra persona contra ti? ¿O contra un ser querido? Sepan esto: todas hemos estado donde estuvo aquel centurión, porque también fueron nuestros pecados los que clavaron a Cristo en aquel madero.
¿Dejaremos que el pecado nos siga dominando? ¿Dejaremos que el orgullo y la falta de perdón nos destruyan? ¡Qué miserables somos! ¿Quién nos librará de este cuerpo de muerte?
Si hemos confiado en Cristo, podemos perdonar como Él lo hizo. Puede que los pecadores no sepan lo que hacen, pero gracias a Dios, por Jesucristo nuestro Señor, nosotras sí lo sabemos y conocemos a Aquel que nos ha liberado del pecado y de su poder. Verdaderamente, ¡este hombre es el Hijo de Dios!
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