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Perdón que restaura

La mujer samaritana, la mujer que rompe el alabastro, la que lava sus pies con sus lágrimas, la mujer adúltera, la mujer del flujo interminable, María Magdalena y las muchas mujeres más de las que no tenemos conocimiento y que estuvieron siguiendo y sirviendo a Jesús mientras anduvo por esta tierra…mujeres como tú y como yo, pecadoras sin conocer de Dios y en camino a la separación eterna de la presencia santa y divina de Dios. 

En cada una de esas historias que vemos en los Evangelios, siempre me conmueve leer cómo Jesús, el Príncipe de Paz, las trata y cómo esto confirma una y otra vez que, contrario a la narrativa popular que presenta a Dios como misógino, el Señor Dios fue toda misericordia, gentileza, compasión, pero sobre todo verdad, al llegar a la vida de ellas y cambiarlas con Su perdón. 

Porque el perdón de Cristo transforma nuestras vidas. Sus palabras para la mujer sorprendida en adulterio, me hacen llorar al imaginar al Hijo de Dios, inclinado y escribiendo en la tierra y al ver que todos los acusadores se habían marchado después de saberse culpables de pecado, ponerse en pie: 

«Enderezándose Jesús, le dijo: “Mujer, ¿dónde están ellos? ¿Ninguno te ha condenado?”. “Ninguno, Señor”, respondió ella. Entonces Jesús le dijo: “Yo tampoco te condeno. Vete; y desde ahora no peques más”». -Juan 8:10-11

La Biblia no nos habla más de esta mujer, pero en los versículos previos, nos cuenta que fue sorprendida en una situación poco más que comprometedora; por tanto, esta mujer enfrentaba no solo la muerte física que era la pena por el adulterio, sino también vivió la humillación, vergüenza y miedo de ser exhibida ante muchos. Por eso, es bastante probable que las palabras de mi Señor Jesús, hayan estado grabadas en su mente, repetidas por su boca, una vez más. 

Es decir, ella sabía lo mucho que se le había perdonado y en palabras de Cristo:

«Por lo cual te digo que sus pecados, que son muchos, han sido perdonados, porque amó mucho; pero a quien poco se le perdona, poco ama». -Lucas 7:47

Esta mujer respondió en una adoración inusual, una humillación pública que demostraba lo agradecida que estaba con Cristo. Recibió mucho perdón, por eso amaba mucho a Jesús. Intentó corresponder, agradecida, por la espléndida misericordia del Rey. Cada persona que ha creído en Cristo como Su Señor y Salvador, sabe que sus pecados han sido perdonados, pero no estoy muy segura de que, en realidad, sepamos cuánto nos ha sido perdonado. No sabemos cómo el acta que nos acusaba y que contaba nuestros más ínfimos, pero también los más atroces pecados, fue clavada por Cristo (Col. 2:14-17), anulando todo eso a través de Su muerte, y Su gloriosa resurrección. 

El perdón de Cristo nos transforma. El amor contenido en ese perdón (porque Su perdón es eterno y glorioso) nos impulsa a vivir para Él, imitándolo, para que toda la alabanza sea para la gracia que de Sus manos recibimos.

¿Qué tal tu vida y la mía? ¿Hay un antes y después de llegar el Señor a ti?

¿Hay evidencia en nuestra vida después de recibir el perdón de Cristo? ¿Has permitido que el Espíritu de Dios escudriñe tu corazón y te lleve a replicar el perdón recibido?

Oh, la vida en este mundo está llena de altibajos, y en esos altibajos, así como ofendemos muchas veces, también recibimos ofensas. Hay pecado que cometemos en contra de otros, pero también está el pecado que otros cometen en nuestra contra. 

Una vida de arrepentimiento continuo me permite recordar quién es mi buen Amo y cuánto me ha perdonado, y con la ayuda del Espíritu Santo puedo humillarme para pedir y otorgar perdón para mantener cuentas cortas con todos los que me rodean, principalmente mi familia: mi esposo y mis hijos. Todo esto para Su gloria, y para mi bien. 

Antes de Cristo, como todos, yo era una «buena persona». Es decir, me consideraba digna de muchas cosas, merecedora de más, y básicamente, que todo el mundo era un poco -o un mucho- inferior a mí. 

Pero en el tiempo señalado, mi Señor Jesús, por el puro afecto de Su voluntad, sin merecerlo, sin buscarlo, sin siquiera conocerlo un poco, se hizo presente en mi vida, y después de Cristo, todo cambió. O quizá la expresión adecuada debería ser: todo comenzó a cambiar. Mejor aún, la definición correcta de este proceso es que Dios comenzó a hacer cambios en mí a través de Su Santo Espíritu. 

Leer Su palabra, conocer Su evangelio, me permitió descubrir con mucho asombro, y entre muchas lágrimas, lo que el verdadero amor significa y cómo de ese amor recibido, que está lleno de perdón de pecados, misericordia para nuestras debilidad y gracia para avanzar en el camino de Cristo, es que nosotras debemos replicar lo que del Altísimo recibimos.

Verás, crecí dentro de una fe que no contemplaba a Cristo como principal mediador, sino que, para llegar a Él, se nos enseñaba que había personas, santos, santas, que nos ayudaban a pedirle el favor a Cristo, de que nos resolviera tal o cual cosa. Una fe así, ritualista y con mucho «trámite», es difícil que pueda dar un fruto real, o cuando menos, pueda conocer de manera real, íntima al Hijo de Dios. 

Entonces, yo, al igual que muchos aún, tenía el entendimiento entenebrecido, en rituales religiosos que hacían mucho barullo, pero al final, me encontraba con el alma vacía e insatisfecha, dudando del Dios al que de vez en vez rezaba, desesperada, cuando la vida se ponía fea y el agua me llegaba al cuello. 

Y en uno de esos años, cuando yo, una mujer de «pequeños pecados» (ningún pecado es menor a los ojos de un Dios santísimo) se convirtió en una gran pecadora; cuando Dios intervino en mis planes, los destruyó y me permitió conocer la miseria de mi alma. Me enfrenté con el fracaso de mi vida llena de ídolos (matrimonio, esposo, hijos, buena economía) donde todos fallaron y donde nadie podía aliviar el dolor de un corazón vacío de Dios. 

Y, una mañana de enero, tuve la cita más importante en mi existencia. En la cocina de una casa, allí, me hablaron de Jesús, de Cristo, como nunca antes había escuchado. Me hablaron de Su vida de santidad en ese mundo, del amor sacrificial en Su muerte y del esplendor de Su resurrección que nos permitió la paz eterna con Dios Padre. Dios me llenó de tristeza y de arrepentimiento por mis pecados, reconociendo a Jesús, como el Señor y Salvador. 

Había sido perdonada de todo. Pasado, presente y futuro. Perdonada. Alabado sea Dios.

Quizá te preguntes, qué tienen que ver todas estas palabras, con el perdón en nuestras relaciones y lo que de ellas he aprendido. 

Todo. Porque el centro de este artículo, no es mi eficiencia ser una gran perdonadora (que no soy), sino la enorme gracia de Dios, como el gran protagonista de las historias de este mundo. 

Saberme perdonada y redimida, por tan dulce Señor; conocer, leer y estudiar Su palabra, fue suavizando mi corazón endurecido por los años y el pecado, y me permitió mirar cómo Dios restauró nuestra relación matrimonial a pesar de que hubo muchos, muchos momentos en los que ambos queríamos salir corriendo en dirección contraria al otro. Y lo restauró con Su amor y con Su perdón. El perdón de Cristo, la compasión y misericordia recibida, abrieron mi corazón para darme cuenta de la oportunidad de replicar en mi esposo lo que de Su santa mano había recibido: perdón sin recelos, perdón sin dudas, perdón sin condiciones y caminar juntos…porque mi esposo, fue salvo para la gloria de Dios.

Y aunque Dios ha permitido situaciones muy, muy difíciles dentro de mi matrimonio, pruebas muy dolorosas con mis hijos (aún no son creyentes), sé y compruebo que el perdón de Cristo ha sido la diferencia para amar, perdonar y proseguir. Lo que alcanzo a ver rebosante es a Dios mismo gobernando en mis tribulaciones con el más dulce timón para esas tormentas: Su gracia.

Mi oración diaria es que el Espíritu del Señor tenga la misericordia de recordarme cuánto me ha sido perdonado, agradecer a mi Salvador, y luchar por corresponder y replicar ese perdón que ama, sana, sustenta y alegra. 

Oremos por un corazón que decida menguar a sí mismo, para enaltecer y engrandecer al único digno, el Cordero de Dios, Jesucristo el santo.


 

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Sobre el autor

Claudia Sosa

Claudia Sosa es mexicana, de la ciudad de Mérida, para ser más especifica. Nacida de nuevo, por gracia de Dios, en Enero de 2009. Casada con Rubén, su novio de toda la vida, desde hace casi 28 años. ¡Matrimonio rescatado … leer más …


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