No dejes que la vergüenza te descalifique

¿Alguna vez has dicho una mentira descarada y te arrepientes instantáneamente, pero con las palabras ya pronunciadas, en lugar de ser sincera, buscaste marchar a través de la mentira con tal confianza que nadie pudiera ver el océano de culpa que amenazaba con ahogarte?

Todas tenemos nuestros momentos y no lo excuso. No deberíamos mentir; debemos decir la verdad, y lo sabemos. Pero a veces, dejamos que nuestra carne gane. Volvemos al interior de nuestro antiguo yo y hacemos cosas que no deberíamos hacer. En lugar de confiar en Dios, confiamos en nosotras mismas y terminamos arrasadas por un tsunami de vergüenza.

Inundadas con sentimientos de disgusto, vergüenza y arrepentimiento, nos descalificamos. Ves, no soy buena. Soy lo peor de lo peor, una basura inútil que no sirve para el ministerio. ¿Eso suena duro? Tengo la sensación de que te has dicho a ti misma cosas peores.

El poder de la vergüenza sobre nosotras

Si bien la convicción piadosa es buena y nos lleva al arrepentimiento, la vergüenza tiende a opacar su bienvenida, aniquilando quiénes somos en Cristo. La vergüenza no perdona ni habla de segundas oportunidades. Por el contrario, el lenguaje de la vergüenza nos lleva a un tipo de conversación que aplasta el alma, como en un confinamiento solitario en el que nos deshacemos de la llave de la puerta de salida.

La vergüenza preferiría mantenerte encerrada detrás de muros de hormigón de más de un metro de espesor capaces de resistir incluso los vientos más fuertes de esperanza, que concederte otra oportunidad en la vida. Y en muchos sentidos, la vergüenza está bien. No merecemos segundas oportunidades, somos personas miserables.

Pero Jesús no murió por personas perfectas; Jesús murió por personas miserables. Él tomó todo de lo que alguna vez nos hemos sentido avergonzadas, la larga lista de crímenes repugnantes de los que somos culpables y que merecen el infierno, y los clavó en la cruz.

Para entonces cubrirlo todo con su cuerpo justo, interceptando la ira de Dios, para que la humedad de su sangre impregnara hasta la más pequeña mancha de cada pecado que hemos cometido y desaparecerla por completo.

Pero, ¿qué dice la vergüenza? La vergüenza dice que la lista sigue ahí. La vergüenza actúa como si Jesús no lo hubiera cubierto todo. Como si todavía tuviéramos alguna razón para escondernos, algo por lo que debamos sentirnos muy avergonzadas. Por lo tanto, no deberíamos ofrecernos como voluntarias para ese ministerio, hablar sobre el evangelio, compartir nuestra historia u orar al Dios que nos ama.

O eso creemos.

El diablo nos tiene justo donde nos quiere: derrotadas y cansadas. Inseguras de nuestro llamado y quizás incluso un poco dudosas de quién nos llamó, al igual que Pedro después de su flagrante negación de Cristo.

Confiado en su lealtad, Pedro anunció a todos antes del arresto de Cristo: «Señor, estoy dispuesto a ir adonde vayas, tanto a la cárcel como a la muerte» (Lucas 22:33). Pero Jesús sabía que no era verdad y le advirtió a Pedro que antes de que cantara el gallo, antes del amanecer de un nuevo día, Pedro lo negaría tres veces.

El resultado de la vergüenza sobre nosotras

Los detalles varían según el relato del testigo ocular que estés leyendo, pero de todos modos la evidencia está ahí. Pedro (probablemente asombrado de que no se defendieran) siguió a Jesús después de Su arresto hasta la casa del sumo sacerdote. Una sirvienta lo reconoció como uno de los discípulos de Jesús, pero Pedro lo negó antes de continuar hacia el patio.

Luego, mientras se calentaba junto a otros sirvientes y oficiales sobre un fuego de carbón, Pedro negó conocer a Jesús dos veces más. «Al instante, estando él todavía hablando, cantó un gallo» (Lucas 22:60). Pero aquí está la peor parte: en ese momento, Jesús se volvió y miró a Pedro directamente a la cara. ¿Puedes imaginar? De una forma u otra, todos hemos negado al Señor, pero ninguna de nosotras ha tenido la experiencia conmovedora de cruzar los ojos con Jesús como lo hizo Pedro.

Atormentado por la vergüenza, Pedro se hizo pedazos. Lucas 22:62 dice que dejó ese lugar y lloró amargamente. Sin embargo, en ese momento, ¿dónde estaba Jesús? Estaba soportando las espinas de la vergüenza de Pedro y la nuestra, y la borraba con cada desgarro de Su carne. ¡Oh, amiga mía, si luchas por ver la bondad de Dios hacia ti, ahí está!

Ahora acompáñame a ver la próxima vez que ellos dos se encuentran de nuevo. Jesús está resucitado y glorificado, soberano y victorioso, de pie frente a los discípulos en una habitación cerrada con agujeros permanentes en Sus manos. Es increíble ver a Jesús vivo, ¿qué siente Pedro en ese momento? ¿Adónde lo ha llevado la vergüenza? ¿Hace contacto visual con Jesús? ¿Él habla? No lo sabemos.

Lo que sí sabemos es que después Pedro regresó a Galilea y se fue a pescar. Volvió a lo que sabía que podía hacer. Pero él y los otros discípulos que estaban con él no atraparon nada; porque sin Cristo, no podemos hacer nada.

El poder de Cristo sobre nosotras

Cuando amaneció, un extraño les gritó desde la orilla que echaran la red al otro lado. Así lo hicieron, y al instante la red se llenó de peces.

Fue entonces cuando Juan reconoció: «¡Es el Señor!» (Juan 21:7). En respuesta, Pedro se puso su ropa y saltó al agua. Quería más que nada volver a estar cerca de Jesús, pero ¿lo aceptaría Jesús? Pedro no dudo en ir.

Cuando llegó a la orilla, con la ropa goteando y el corazón latiendo con fuerza, vio algo que pudo haberle hecho preguntarse si debería haberse quedado en el bote: una fogata. ¿Recuerdas dónde estaba Peter cuando cantó el gallo? Cerca de una fogata.

Pero la intención de Cristo no era atormentar a Pedro, sino liberarlo. Esta escena rebosa bondad y esperanza, y segundas oportunidades. Mira lo que Dios está haciendo aquí. Les está recordando a los discípulos cómo empezó todo: un llamamiento y una pesca milagrosa. Les está dando panes y pescado, como lo había hecho antes. Y está invitando a Pedro a intentarlo de nuevo.

En el momento justo, cuando terminaron de desayunar, me imagino a Jesús acercándose a Pedro y susurrando: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?» (v. 15). No está claro qué quiso decir Jesús con esto. Quizás fue por los otros discípulos o los peces o los barcos o la vida que Pedro conocía antes de conocer a Jesús, pero no importa. Jesús se encuentra con él a pesar de todo ello, y esto fue un puñal en el corazón de Pedro.

«"Sí, Señor, Tú sabes que te quiero”, respondió Pedro. Jesús le dijo: "Apacienta Mis corderos"» (Juan 21:15). En otras palabras: «Vuelve al juego, Pedro, porque te he perdonado». Entonces Jesús repite la pregunta dos veces más, no porque no le crea a Pedro, sino porque sabe que Pedro no cree que lo puede hacer. ¿Ves lo que está pasando aquí? El Señor le ofrece un trabajo a Pedro.

El resultado de Cristo en nosotras

Si bien somos rápidas para descalificarnos a nosotras mismas, Jesús es igual de rápido en restaurarnos. Cuando Jesús dijo: «Consumado es», lo decía en serio. Romanos 8:1 dice: «Por tanto, ahora no hay condenación para los que están en Cristo Jesús».

El reino de Dios no está en juego debido a nuestros errores. No le hemos estropeado las cosas a Dios. El Señor sabía que Pedro iba a pecar y no lo detuvo. En cambio, Cristo lo amó, y mira lo que Pedro aprendió en el proceso:

«Humíllense, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que Él los exalte a su debido tiempo, echando toda su ansiedad sobre Él, porque Él tiene cuidado de ustedes» (1 Pedro 5:6–7).

«Y después de que hayan sufrido un poco de tiempo, el Dios de toda gracia, que los llamó a Su gloria eterna en Cristo, Él mismo los perfeccionará, afirmará, fortalecerá, y establecerá» (1 Pedro 5:10).

Pedro sabía lo que significaba ser restaurado, confirmado, fortalecido y establecido. Y sabía que Dios también lo haría por nosotras.

Jesús no le preguntó a Pedro por qué hizo lo que hizo, porque Jesús ya sabía por qué. Cristo experimentó la misma tentación, pero permaneció sin pecado. En cambio, el Señor le preguntó a Pedro: «¿Me amas?» porque esa es la verdadera pregunta. ¿Amamos a Cristo lo suficiente como para seguirlo incluso después de que nos equivocamos? ¿Lo amamos lo suficiente como para volver al juego? ¿Lo amamos lo suficiente como para confiar en Él con nuestra vergüenza?

Amada de Dios, no estás derrotada, eres perdonada. La vergüenza no te ha descalificado; simplemente te distrajo. Jesús no nos rescató para que pudiéramos sentarnos en un rincón vestidas de remordimientos. Jesús nos rescató para que pudiéramos proclamar Su poder sobre cada momento oscuro que hemos vivido. Mientras que la vergüenza dice que no podemos, Jesús dice que en Él que podemos. Así que, adelante amiga mía. Es hora de volver a levantarte y seguirlo.

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Sobre el autor

Stacey Salsbery

Stacey Salsbery es esposa de granjero y madre de cuatro hijos. Cuando no está sirviendo una comida, viajando en un tractor con su esposo o llevando a los niños a practicar, la encontrará escapando de la locura escribiendo devocionales en … leer más …


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