“…y si tuviera toda la fe como para trasladar montañas, pero no tengo amor, nada soy” 1ª Cor. 13:2
Parte de nuestro llamado como mujeres es cumplir Tito 2: las mujeres deben enseñar a las más jóvenes a amar a sus esposos, a sus hijos, a ser prudentes y puras para que la Palabra de Dios no sea blasfemada.
El Señor me está enseñando cómo cumplir este mandato de un modo centrado en la cruz y en el Evangelio. A menudo la tendencia de mi corazón es enfocarme en corregir lo deficiente, mostrar la perspectiva apropiada y ayudar a la persona a cambiar. Aunque esto en sí mismo no está mal, tampoco está completo. Al aconsejar a las hermanas, todas las verdades del Evangelio deben permear mi enseñanza y mi consejo, es decir, la vida perfecta de Cristo a nuestro favor, Su muerte por nuestros pecados, Su justicia otorgada a nosotras, Su resurrección y Su Ascensión al Padre donde está intercediendo continuamente por nosotras.
Debido a que no tenía un buen entendimiento de las implicaciones del Evangelio, aconsejaba con mucha autoridad sin mencionar mis propias debilidades. Me enfocaba más en las recomendaciones para ayudarlas a cambiar que en refrescar sus almas con el amor de Cristo. De una manera muy sutil estaba más preocupada por demostrar mi propia justicia, bondad y sabiduría que en alentarla con la esperanza del Evangelio.
Sin embargo, vemos que el apóstol Pablo al escribir sus cartas empezaba hablando acerca de todas las bendiciones que tenemos en Cristo Jesús, lo que El hizo y está haciendo por los Suyos, enseñaba acerca de quiénes somos en Cristo y luego presentaba las demandas del Evangelio.
En Romanos 12:1 Pablo nos llama a presentarnos como un sacrificio tomando en cuenta “las misericordias de Dios”. La transformación de mi vida y de la persona a quien aconseje solo vendrá cuando entendamos la misericordia de Dios con nuestras vidas y seamos conscientes de Su profundo amor hacia nosotras.
Como Elyse Fitzpatrick dice en su libro “Because He loves me”:
El amor de Dios primero transforma nuestros corazones y luego cambia nuestro comportamiento. Sin el reconocimiento de esta obra de amor que Dios hizo y continúa haciendo por nosotras, no tendremos ni el coraje ni la fortaleza de pelear contra el pecado del modo que Él nos llama. No tendremos la fe para continuar diciendo “Si, Señor” a menos que no estemos descansando en el eterno Sí que Él ha prometido por nosotras.
No debemos asumir que la persona con quien hablamos está enraizada en el amor profundo de Cristo. Nuestra meta al aconsejar es que la persona se vaya llena de esperanza porque está más consciente del poder de Jesús obrando en ella y a favor de ella, que de sus debilidades, caídas y pecados. Consolemos a otras con la gracia de Dios recordando que Él se compadece de nosotras pues sabe que somos polvo (Salmo 103) y luego llamémoslas a la acción.
Cuando aconsejas a una hermana en Cristo,
¿Eres intencional en recordarle el profundo amor de Dios por ella y las promesas del Evangelio?
¿Te jactas de tus debilidades para que se perfeccione el poder de Cristo?
¿Realmente tu corazón está lleno de compasión hacia tu hermana en Cristo y sus luchas con su pecado recordando tus propias luchas y caídas?
¿Puede decir la persona que luego de la conversación ve a Jesús mas glorioso?
¿Está ella más impresionada contigo que con Jesús?
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