Me encontraba en mi acogedor estudio, sorbiendo una taza de té, mientras leía acerca de Mary Slessor (1848-1915) me sentía profundamente consciente de lo diferentes que eran nuestras vidas en cuanto a comodidades y cultura. Aun así, mi corazón late junto al suyo. Amamos y servimos al mismo Señor. Ciertamente yo tenía mucho que aprender de ella. Espero que la devoción de Mary por Cristo nos ayude a “considerar cómo estimularnos unos a otros al amor y a las buenas obras” (Heb. 10:24)
Un puesto de honor
Nacida en 1848 en una familia pobre en Aberdeen, Escocia; su carácter fuerte se hizo evidente desde su juventud, al pasar catorce años trabajando en una fábrica con jornadas de doce horas diarias para ayudar a su madre con el sostenimiento de sus seis hermanos. El carácter fuerte no asegura grandeza; usar esa fortaleza para servir a su Rey fue lo que distinguió a Mary. Las experiencias tristes en su hogar no detuvieron su vida. Más bien, la prepararon para lo que vendría más adelante.
Mary había entregado su vida a Jesucristo siendo una jovencita, y no vacilaba ante nada que Él le pidiera. Cuando oyó sobre una nueva obra misionera en África, sintió el anhelo de servir a su Señor allí. Su respuesta a quienes la cuestionaban sobre esta decisión, era que se trataba de un puesto de peligro y, por tanto, un puesto de honor. Así, a la edad de veintiocho años, se embarcó para Calabar, corazón del comercio de esclavos, en la costa del oeste de África.
Con el temor de que su partida pusiera demasiada presión en su madre inválida y en su única hermana sobreviviente, ella procuró la bendición de su madre para su obra misionera. La respuesta de fe de su madre liberó a Mary para seguir a su Rey: “Eres mi hija, dada por Dios, y ahora te devuelvo a Él. Cuando Él te necesite y adonde te envíe, es donde quiero que estés.” Ella nunca volvió a ver a su madre de este lado del cielo.
Digno de lo mejor
Mary conocía el trabajo duro. Un biógrafo describió su servicio en el Oeste de África como “un largo martirio.” Ella enseñó, cuidó e intervino en disputas interminables, que seguramente habrían concluido con la muerte de muchos si no hubiera sido por su tacto y paciencia. Ella rogaba al Señor por guía y ayuda, escribiendo a los de su casa, “mi única gran consolación y descanso es la oración.”
Ella viajaba a pie –muchas veces descalza- bajo lluvias torrenciales. Yo me encojo de miedo con solo ver una araña, y ahí estaba ella corriendo a través de los caminos de la jungla llenos de víboras y leopardos (“Dios cierra sus bocas”), y ríos revueltos con cocodrilos e hipopótamos, que cruzaba en endebles canoas. Cuando finalmente regresaba a una de sus chozas, todavía tenía que lidiar con las moscas y las hormigas.
Fuese por la influenza o bronquitis o problemas crónicos de malaria, rara vez se encontraba libre de enfermedad o de dolor. Con frecuencia trabajaba a pesar de tener una fiebre ligera, y probablemente debido a que dormía con frecuencia en el piso, rara vez lo hacía con profundidad. No utilizaba mosquiteros en su choza hecha de lodo crudo que ella ayudaba a construir con sus propias manos en la medida en que viajaba de pueblo en pueblo. Nunca hirvió ni filtró el agua que bebía. Adoptó la dieta de los nativos como suya, la cual consistía en su mayoría de camotes (o batata), naranjas y maíz. Ella deliberadamente rindió todo a su Maestro y aceptó las consecuencias sin murmuración ni queja. “Todo, aunque parezca singularmente pequeño o secular, es la obra de Dios para ese momento y es digna de nuestro mayor esfuerzo.”
Un mensaje de vida en una tierra de muerte
Mary se acercó a personas supersticiosas, involucradas en costumbres oscuras y en orgías de borrachos. Su propósito era ayudar al pobre y oprimido, y más especialmente a proteger a las mujeres quienes solo eran consideradas como objetos o posesiones. Trabajó arduamente por aprender su idioma y era conocida por lo bien que lo usaba, incluso mejor que algunos nativos.
Ella se radicó en un área de constantes contiendas, mercados de esclavos, canibalismo y sacrificios humanos. La justicia era impuesta por el doctor y brujo en base a pruebas de aceite quemado o del “frijol envenenado.” Si un jefe moría, mataban a sus esposas y esclavos o eran enterrados vivos con él. Si un hombre era insultado, una aldea entera podía ser destruida por completo en como venganza. El tacto, la paciencia y el entendimiento que Mary tenía de la naturaleza humana, poco a poco ayudó a esta gente a recurrir al arbitraje en lugar de a la guerra.
En una tierra de muerte, ella trajo un mensaje de vida. Enseñó el amor y la bondad a gente gobernada con diabólica crueldad. Y siempre, siempre, habló de su Salvador como la respuesta a toda necesidad del ser humano. Su influencia se difundió desde su primer pequeño encuentro hasta 2,000 millas cuadradas. Nunca tomó en cuenta el costo ni llevaba un registro de sus logros. “Todo se resume a esto. Cristo me envió a predicar el Evangelio, y será Él mismo quien evalúe los resultados.”
Se ganó a esta gente por su compasión, al entrar en sus vidas y valorar sus dificultades y tentaciones, actuando como lo haría una madre sabia. La fama de su bondad y de su valentía física y moral se difundió, y la gente comenzó a confiar en ella, atraídos hacia esta mujer valiente y frágil bajo sus propias costumbres y leyes. Ella adquirió gran influencia política y en ninguno de sus tratos fue agredida. Cuando se le cuestionó cómo una mujer podía ser de tanta ayuda, contestó “al evaluar el poder de la mujer, evidentemente se han olvidado de tomar en consideración al Dios de esa mujer.”
Ma Akamba, la gran madre
Nunca se casó, y esto no se debió a falta de pretendientes. La junta de la misión le pidió a Mary que terminara su compromiso con otro misionero y así lo hizo, razonando, “ajustamos las cosas por el bienestar de nuestros hijos y Dios hace lo mismo por nosotros.” Sin embargo, la soledad y el aislamiento en que vivía no fueron fáciles.
Mary Slessor amaba a los niños. La llamaban “Ma Akamba,” la gran madre, y su casa servía continuamente a los niños como un ocupado refugio. Los cuidaba y se preocupaba por todos los que le traían, algunas veces podía regresarlos a sus padres; otras, consolándoles en su camino al cielo y luego enterrándolos en el cementerio, cada vez más extenso, detrás de su choza.
Una práctica contra la que peleó fue el supersticioso asesinato de gemelos al nacer, lo cual destinaba a la madre a vivir sola en deshonra, en la jungla. Rescató a todos los que pudo, a menudo cargándolos y recorriendo millas a pie a fin de conseguir latas de leche para alimentarlos. Tenía un corazón maternal, y perdió muchos de sus pequeños por enfermedad o abuso previo. Mary estaba rodeada de muerte, enfermedad y oscuridad. “Si mi Salvador no hubiera estado tan cercano, habría perdido la cordura.”
Pero esos niños conocieron la voz y las caricias maternales, las oraciones y pasión de una madre. Ella fue una mujer verdadera. En ella –y en su Salvador- los niños tenían un refugio.
Haz música por doquier
Una de las cosas que más admiro de Mary es que vivió hasta que murió. Me refiero a que verdaderamente vivió. Sirvió por casi cuarenta años en África y hasta el final, se mantuvo con el humor, compasión y entusiasmo de su juventud. Una de sus compañeras escribió, “Parecía que mientras más frágil, y más anciana, más maravillosa se volvía.”
Estableció muchas iglesias y estuvo involucrada en la construcción de sus lugares de reunión. Mezclaba cemento y pintaba. Enseñó y predicó, algunas veces hasta diez servicios en un domingo. Y siempre tenía con ella a algún huérfano reciente o bebés de albergues. La suya fue una vida de absoluto desprendimiento, de dedicada e infatigable devoción a Cristo. Le escribió así a una amiga: “¡No te conviertas en una solterona nerviosa! Cíñete para la batalla en algún lugar allí afuera, y mantén tu corazón joven. Rinde todo tu ser para crear música por doquier, en los lugares iluminados y en los oscuros, y tu vida formará una melodía.” ¿Dónde podemos crear melodías para Él, hoy?
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