¿Qué me angustia? O más bien, ¡qué no me angustia! Puede ser una sola cosa o puede ser una lista que aumenta y aumenta mientras más distancia tomo de Dios, mientras más me alejo de Él. Y la realidad es que hay días difíciles, cuando el desánimo me llega como una inundación y casi me ahoga. Tiempos de pandemia, donde el rugido de la guerra desde Europa y Medio Oriente se mezclan con las malas noticias que se multiplican en mi país. Violencia y maldad son los signos de estos días donde, como dice el libro de Jueces, cada uno hace según le parece.
Son tiempos malos, aquí y en todo el mundo pareciera ser que la oscuridad está ganando. Tiempos en los que la perversidad se ha declarado abiertamente, donde el éxito que el mundo aplaude y promueve es una ofensa declarada a Dios. Lo que es aborrecible se ha vuelto codiciable. Y multitudes van tras eso; blasfeman en contra de Dios, negando Su autoridad como Creador suyo.
Mi corazón le pregunta al Rey: «¿Por qué, Señor? ¿Hasta cuándo?».
Sé que no estoy sola en estas preguntas. Sé que mi fe puede sentirse sacudida no solo por el escándalo distractor de este mundo, sino por la incredulidad que permito crecer en mí, y que es veloz en su ferocidad.
La Biblia me dice: «Tengan cuidado, hermanos, no sea que en alguno de ustedes haya un corazón malo de incredulidad, para apartarse del Dios vivo» (Heb. 3:12).
Seamos cuidadosas, estemos atentas. El mundo busca hostigarnos. Provocar a los hijos de Dios. ¿A qué? A desdeñar el evangelio de gracia que hemos recibido, y dudar del Dios vivo que nos ha adoptado, perdonado y puesto en camino de santidad hacia Él.
Pero somos débiles y ante el mal que se multiplica, podemos enfriarnos, contagiarnos de amargura y desánimo, y de manera necia decir: «No hay Dios». Un corazón abrumado y adolorido, cansado de pruebas y problemas, puede decir algo parecido.
Cristo me ha dado identidad en Él. En Cristo, como hijas de Dios, y habitando en nosotros el mismo Espíritu que levantó al Hijo de los muertos, es necesario exhortarnos los unos a los otros cada día (Heb. 3:13a) y confortarnos los unos a los otros con estas palabras también (1 Tes. 4:18).
¿Y qué palabras son estas? Palabras buenas, sanadoras, palabras de amor, dichas cuando y como conviene. Si bien el Señor ha usado a mi esposo y a muchas hermanas para traer consuelo, aliento y enfoque en Dios; cuando ando de capa caída, nada es más poderoso que sumergirme en Su Palabra y recordar que el mundo está infectado de pecado, y por eso es un desastre.
Pero yo sé en Quién he confiado, y cuando mi alma tiende a olvidarlo, ruego al Espíritu ayude a mi debilidad y me traiga a la mente Su propia palabra: «Busqué al Señor, y Él me respondió, y me libró de todos mis temores» (Salmo 34:4).
¡Busca! Dios se deja encontrar por pecadores que no pueden ofrecer sino su quebranto y necesidad. Si eso es todo lo que tienes, estás en la mejor posición para escuchar al altísimo Dios que dice: «No temas, Yo Soy».
¿En dónde o en quién busco? Fuera de Cristo todo es cisternas rotas. Busquemos Su nombre y viviremos.
«Los que a Él miraron, fueron iluminados; sus rostros jamás serán avergonzados» (Salmo 34:5).
Vivimos días oscuros donde la fe cristiana puede lucir ridícula y sin esperanza, pero Su Palabra dice que Él es fiel, y no solo fiel, sino verdadero. La tristeza, la vergüenza y dolor de cada día puedo vivirlo, atravesarlo, superarlo, e incluso agradecerlo, porque mi fe no es estéril: ¡el Poderoso ha resucitado y triunfado! Al final de los tiempos en la Ciudad Celestial, con cielo y tierra nuevos, la gloria de Cristo en su esplendor alumbrará todo. No habrá más lágrimas.
Cuando miro a Cristo en Su palabra en mi tiempo a solas con Él, soy afirmada en la esperanza que no avergüenza.
«Este pobre clamó, y el Señor le oyó, y lo salvó de todas sus angustias» (Salmo 34:6).
Tú y yo somos esas pobres, pero nuestro Dios nos oye cuando clamamos desde lo más profundo de las angustias. Desde el pozo de la desesperación, el eco de Su voz nos llama a venir a Él y descansar en Cristo, a entrar en Su reposo.
«Bendeciré al Señor en todo tiempo; continuamente estará Su alabanza en mi boca. En el Señor se gloriará mi alma; lo oirán los humildes y se regocijarán» (Salmo 34:1-2).
Dios me ha permitido descubrir y confirmar que un corazón en gozo, en alabanza a Dios, es la mejor armadura para las batallas diarias de la larga lista de angustias. Sin importar lo que suceda, mi boca, tú boca, puede decir:«Engrandezcan al Señor conmigo, y exaltemos a una Su nombre» (Salmo 34:3).
Somos de Cristo, por tanto, extranjeras y peregrinas en el mundo. Y esperamos con ansia al que gobierna en los cielos.
Ven, Rey.
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