Lo que he aprendido de la mentoría

Crecer hasta la madurez espiritual es un proceso de toda la vida y se desarrolla en comunidad. El Nuevo Testamento está repleto de exhortaciones para “unos a otros” que nos recuerdan una y otra vez que Dios ha elegido un pueblo para Sí y que no estamos llamadas a vivir de manera independiente, sino a relacionarnos de formas amorosas, redentoras e interdependientes dentro del cuerpo de Cristo.

Desde el principio del cristianismo, la consecuencia natural de ser un discípulo de Cristo ha sido formar otros discípulos: “Id, pues, y haced discípulos de todas las naciones bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado; y he aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo …” (Mat 28:19-20). Cristo formó discípulos y ordenó a Sus discípulos hacer discípulos.

Es algo que no solo es responsabilidad de los pastores y maestros, sino de todos los creyentes.  Jesús nos ha invitado a todos a ser parte de este plan de expansión y equipamiento. Y nosotras las mujeres no estamos exentas. La Escritura tiene un mandato muy claro para nosotras, uno que nos da el contexto, el currículo y los límites de nuestra responsabilidad dentro del Cuerpo (Tito 2:3-5).

Ser un discípulo de Cristo significa que estamos aprendiendo de Él, siguiéndole a Él, que tenemos comunión con Él y que Le obedecemos. Nuestro anhelo ahora es que otras puedan llegar a conocerle, a rendir Sus vidas a Él y a seguirle.

1. Es una relación de amor, intencional y con propósito

La meta del discipulado no es una consejería de “una hora, dos veces al mes”.  No es solo compartir el Evangelio o dar un consejo, sino un llamado a compartir nuestra vida. En el caso de la mujer, el discipulado bíblico consiste en enseñar a otras acerca de doctrina y vida práctica, como vemos en Tito 2:3-5. Ese es nuestro currículo de enseñanza; no desde un púlpito o en una clase o en un salón de consejería; es una relación de amor maternal, intencional y redentora.

2. La meta es la transformación

El discipulado o mentoría (el término secular acuñado y que ahora es más común) no debe limitarse simplemente a hacer ‘una amistad’, o caminar a su lado. Es mucho más enriquecedor y tiene como meta la transformación. El objetivo es invertirnos en la vida de esta hermana “hasta que Cristo sea formado en ella”. “Hijos míos, por quienes de nuevo sufro dolores de parto hasta que Cristo sea formado en vosotros.” (Gl. 4:19). El verso lleva implícito un trabajo, un esfuerzo, un gran amor por la persona y por Cristo. La mentora le enseña a su discípula a tomar su cruz y seguir a Cristo, le apunta continuamente hacia Él y le enseña cómo esto luce a partir de su propia vida.

3. Es un llamado a reproducirnos

Cristo ordenó a Sus discípulos a reproducir en otros la plenitud de vida que habían encontrado en Él (Juan 15:8). Una mujer madura debe enseñar a otras, cómo vivir una vida agradable a Dios y equiparlas para adiestrar a otras; para que, a su vez, ésas enseñen a otras. Ninguna es un fin en sí mismo; ni un estanque. Cada mujer debe verse como parte de un proceso, parte del método escogido por Dios para extender Su Reino.

El diseño de Dios es que cada discípulo de Jesús haga discípulos Suyos, que a su vez haga más de Sus discípulos, que a su vez haga discípulos, y así sucesivamente, hasta que el Evangelio se expanda por todo el mundo y los creyentes de cada generación maduren y den fruto que Le glorifique. Es así como dejamos un legado de fe de una generación a otra.

Dios podía haber seleccionado cualquier otro método. Él deseaba construir su Reino y sus opciones no estaban limitadas. Pero Jesús optó por el discipulado. Él, personalmente se dedicó a adiestrar un pequeño grupo de hombres y los equipó para que, a su vez, ellos equiparan a otros. Él les ordenó hacer discípulos.

El discipulado es el método por excelencia para reproducir la calidad de creyentes que Dios desea; mujeres (¡y hombres!) comprometidos con amarle a Él por sobre todas las cosas y a someterse a Su Palabra y voluntad. Ser negligentes en discipular es el equivalente a una maternidad (o paternidad) irresponsable.

4. Es un llamado a la fidelidad, los resultados son Suyos… Somos solo instrumentos.

La santificación ocurre por una obra del poder de Dios a través del Espíritu Santo en un alma regenerada. Muchas veces como bien dice la Palabra ‘sufrimos dolores de parto’ cuando no vemos avances en nuestros discípulos o cuando la persona se descarría de la fe que inicialmente parecía haber abrazado.

Pero es en esos momentos que debemos recordar que Él es Dios y nosotros no. Nuestro llamado no es a tener éxito en cambiar o transformar a las personas. Nuestro llamado es amar, enseñar, corregir y aconsejar. Es Dios quien hace la obra de transformación en cada uno de Sus hijas mientras nosotras simplemente ayudamos a preparar a la Novia para Su encuentro.

5. Es un llamado para todas

Si eres una hija de Dios ya no te perteneces: “Porque los que viven ya no deben vivir para sí mismos, sino para Aquél que murió y resucitó por ellos.” (2 Co. 5:15). Él tiene planes para nosotras en el avance de Su Reino y el amor por Cristo debe constreñirnos a discipular a otras en las cosas que ya Dios nos ha enseñado. Debemos anhelar ver a otras crecer espiritualmente y dar fruto para Su gloria. Es muy alentador ver cómo el Espíritu Santo va ‘haciendo el milagro’, tallando y trabajando en los corazones de estas personas que Él nos manda a discipular.  No tenemos que ser teólogas ni ser perfectas. Solo estar dispuestas, ser vulnerables, y tan solo decir, “Sígueme a mí como yo sigo a Cristo”.  (1 Co. 11:1)

¿Estás obedeciendo el mandato de Tito 2? ¿Qué te impide hacerlo?

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Sobre el autor

Laura González-De-Chávez

Laura González-De-Chávez

Laura vive en Illinois, Estados Unidos. Es esposa de Fausto. Su pasión es discipular a las mujeres de todas las edades con el fundamento sólido de la Palabra de Dios y ayudarlas a vivir de acuerdo a la fe que … leer más …


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