Salí de mi ciudad natal sin que yo lo buscara y mucho menos, que lo quisiera. Al partir, quedaron atrás todos mis amigos, proyectos y mis bienes. Llegué entonces a la Ciudad de Bogotá, un lugar en el que la gente se comporta más distante, cada uno en su mundo. Entonces me sentí sola y desorientada.
Extrañaba las actividades que realizaba en mi terruño. También las tertulias con mis amigos, algunas comidas, el clima y hasta el paisaje, pues yo estaba convencida que había dejado atrás el mejor lugar del mundo, Medellín y había proyectado que mi familia viviría allí por muchos años.
Pero esos no eran los planes de Dios, dice en Jeremías 29:11: ``Porque yo sé los planes que tengo para vosotros--declara el SEÑOR-- ``planes de bienestar y no de calamidad, para daros un futuro y una esperanza”,
En el nuevo lugar Dios tenía preparada una cita de amor conmigo. Empecé a buscarlo con intensidad lo que implicó que, al verme en ese espejo de Su Palabra, notara mis errores, pecados y mis fallas, una de ellas “La amargura” que la detecté cuando leí un pequeño folleto que titula: “La amargura, el pecado más contagioso”, basado en la Palabra de Dios, ¿qué? ¿cómo así que pecado? Bueno, lo mío era un listado de todas las injusticias y traiciones de las que fui víctima.
Observé las señales que indican si estamos amargadas y yo las tenía todas, ¡no puede ser! ¿Cómo así que, cometen atropellos en contra mía y ahora yo soy culpable por guardar ese “lógico resentimiento” en mi corazón? Tal vez Dios no ha escuchado mi caso, pues yo tengo “razones justificadas” para estar desengañada y a todo eso se le suma, estar en ésta ciudad tan distante de mi tierra natal.
Dice la Biblia en 1ª Tesalonicenses 5:18 “Dad gracias en todo; porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús.” Y como yo había decidido creerle a Dios, entonces empecé la dispendiosa labor de sacar de mi corazón, esa enorme carga de amargura con todas sus variantes: aflicción, disgusto, pena, tristeza, desconsuelo, desengaño y pesar.
Comencé a perdonar a quienes me lastimaron y a dar gracias por todo lo que estaba viviendo, pero ese agradecimiento era parecido al de un niño cuando la mamá le hace señales para que dé las gracias y lo dice como entre los dientes y mirando hacia el suelo. No lo sentía de verdad. ¿Cómo puedo dar gracias? ¿Dios no entiende mi situación? ¿cómo se puede agradecer por estar en un lugar y en unas condiciones que yo no quería estar y después de haberlo perdido todo? pero persistí en obediencia. Seguí agradeciendo mucho tiempo, pero todavía no veía el verdadero cambio, en cuanto a la aversión por aquella ciudad, hasta que Dios me llevó a un momento más extremo aún: mis hijos mayores viajaron a otros países y con ellos tres de mis nietos. ¡Esto ya es demasiado!
Pero Dios en Su infinita bondad me dio la salida: Mi hijo me regaló una bicicleta, así que, ¡a montar en bici! Empecé a recorrer aquella ciudad tan fría y entretanto, cantaba y oraba. Sentía el viento acariciar mis mejillas. Observaba la gente caminando con lluvia o con sol. Miraba a mi alrededor y disfrutaba la belleza del paisaje citadino. Poco a poco, aquel lugar que siempre vi gris y ajeno, lo empecé a percibir de una manera diferente, con sus colores y su encanto. Tomaba la cicloruta de la Avenida 19 y al cruzar la calle 100 me detenía a observar la conjugación de las bellas edificaciones y avenidas, adornadas con árboles muy altos que daban sombra a mi recorrido. Comencé entonces, a enamorarme del Distrito Capital, a donde había sido llevada, como decimos en Colombia “a las malas”, hacía ya tantos años y que me había negado a quererlo.
Paseaba cada mañana, a veces con una bruma que cubría las calles y que invitaba, aún más, a la oración. En realidad, no salía sola, Dios me acompañaba y yo Le conversaba todo el camino. Le di gracias, de verdad, de corazón, por aquella ciudad, por cada persona que conocí, y hasta por el deleite de su comida. También por Sus planes al moverme del lugar en el que yo creía que estaba mejor y porque, haber dejado muchas cosas atrás, me hacía la carga más liviana.
Después de tantos años pude entender que, efectivamente, los planes de Dios son mejores que los míos. Me di cuenta que había desperdiciado años y años quejándome por haber dejado atrás mi tierra natal y había malgastado la oportunidad de alegrarme por todo lo nuevo que Dios me ofrecía y en ese momento, cuando oré y dije: “Gracias, ya me puedo quedar en ésta ciudad”, fue cuando me promovió y me llevó a conocer nuevos horizontes.
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