Esperemos en Cristo: el Ancla Firme de nuestra alma

Escritora invitada: Yeimy de Robainas

«Esperar en Dios», esta es una frase bien conocida en la vida cristiana, y algo que nos cuesta, por cierto. Además de los retos que la espera supone, implica algunos peligros. Cuando esperamos, corremos el riesgo de enfocarnos tanto en el deseo anhelado, que podemos perder de vista la realidad eterna; el cuadro completo de la historia de redención de Dios en Cristo. Muchas veces nos olvidamos de nuestra espera mayor como creyentes, y de Aquel a quien esperamos por sobre todas las cosas: Jesús. 

Lo que la espera revela de nuestros corazones y de Cristo

¿Por qué cosas esperamos?

Esperamos una pareja, un hijo, un trabajo, la restauración de un matrimonio, la sanidad de una enfermedad, la liberación del Señor en medio de pruebas, la conversión de alguien o el regreso a casa de un hijo pródigo. Esperamos…

Desde las cosas más cotidianas hasta las más relevantes, la vida de fe es una continua espera. Muchas de estas circunstancias son dolorosas y difíciles de soportar. Nos sentimos abrumadas y desanimadas, justo lo contrario a esperanzadas. Nos hallamos en el pozo de la desesperación, sin expectativas, incrédulas y temerosas. Caminamos por lodo cenagoso y nos vamos hundiendo con pasos inseguros (Sal. 40:1-2). Son temporadas oscuras e inciertas que sacuden nuestra fe y la lanzan de un lado a otro, inconstante e inestable, como la onda del mar (Stg. 1:6). No podemos ver más allá, ni tener certeza de qué sucederá.

Tener anhelos no es pecado. El problema está cuando idolatramos esos deseos y buscamos satisfacción en ellos. Creemos la necia y absurda mentira de que nuestra esperanza está en las cosas que esperamos, pero la verdad es que nunca encontraremos descanso en ningún objeto o persona bajo el sol. Nuestra maravillosa y gloriosa esperanza está en la exaltada persona de Jesús. Si recibimos todo lo que queremos, pero no lo tenemos a Él, no nos serviría de nada. Solo Él sacia nuestra profunda sed.

Las cosas que esperamos no son la meta final. Más bien, son un cartel de anuncio en el trayecto con una flecha que indica: «La esperanza real se encuentra arriba» (Col. 3:1-2). Todo lo que esperemos, debe verse bajo esta luz, según los planes de Dios y el avance de Su reino. 

Cosas mejores y la promesa de una esperanza segura.

En Hebreos 6, somos exhortadas con cosas mejores para esperar (v. 9). Se nos habla de la promesa segura que Dios hizo (v. 13); por la cual, tenemos motivos fiables para perseverar y esperar con diligencia y fe en nuestro Dios (vv. 11-12). 

El Señor hizo esta promesa a Abraham, para revelarle que traería salvación a todas las naciones. Abraham, quien fue un ejemplo prominente de paciencia y espera en Dios, pudo ver parte del cumplimiento de esta promesa, aunque no totalmente. Todo apuntaba al evangelio de Cristo, quien trajo salvación a los que estábamos sin esperanza y sin Dios en el mundo (Ef. 2:12).

«Pues cuando Dios hizo la promesa a Abraham, no pudiendo jurar por uno mayor, juró por Él mismo». -Hebreos 6:13.

¡Me da tanta seguridad leer este versículo! La forma que Dios eligió para dar a Abraham la confirmación de lo que iba a hacer, fue jurar por Sí mismo. Dios juró por Sí mismo, pues nadie es mayor que Él. Su objetivo era dar a los herederos de la promesa una prueba más plena y abundante de que Su propósito era inmutable. Nuestro Dios nos aseguró que es imposible que mienta. Todas las que nos refugiamos en Él, podemos ser consoladas y animadas grandemente, para aferrarnos de la esperanza que nos ha ofrecido (vv. 17-18).

Cristo, nuestra esperanza: el ancla firme del alma.

Esta esperanza no es pasajera e inestable. «Tenemos como ancla del alma, una esperanza segura y firme, y que penetra hasta detrás del velo, a donde Jesús entró por nosotros como precursor, hecho, según el orden de Melquisedec, Sumo Sacerdote para siempre» (Heb. 6:19-20).

Sí. Nuestra esperanza es nuestro Señor Jesucristo mismo. Él es la promesa y Él es Su cumplimiento. Él es esa ancla segura y firme, que nos hace estar quietas y arraigadas en suelo fuerte, ante las tempestades tumultuosas de un mundo cambiante e inseguro. Él es quien ha penetrado dentro del velo, en el santuario celestial, del cual el tabernáculo terrenal era una sombra imperfecta (Heb.8:1-6). Nuestra esperanza está anclada en el cielo junto a Él. Él intercede por nosotros a la diestra del Padre (Ro. 8:34) y nos ha acercado a Su presencia.

Cristo, nuestro Redentor, es la esperanza viva (1 Pd.1:3). Porque Él resucitó, tenemos una confianza permanente e inmortal; respaldada por hechos objetivos que sustentan nuestra certeza (1 Cor. 15:14-20). Hay una herencia incorruptible e inmarcesible, reservada para nosotras si hemos creído en Él (1 Pd.1:4). No es un sueño. Jesús es lo único verdadero y eterno ante nuestros espejismos temporales y vanidades ilusorias (Sal. 31:6; Jn. 2:8). Nuestras almas anhelarán y esperarán cosas, pero cuando estemos con Cristo, todo será completo y perfecto. No necesitaremos nada más. Es a Él a quien esperamos y deseamos. Él es el tesoro de nuestro corazón y nuestra necesidad. Todo tendrá sentido cuando Cristo regrese.

Cultiva la fe en la esperanza segura.

Al igual que los destinatarios de Hebreos, nosotras vivimos tribulaciones y transiciones. Nos dirigimos a nuestro verdadero hogar, descanso y tierra prometida. Por eso, necesitamos recordarle a nuestros corazones, cuál es la esperanza fija e inamovible que tenemos (v.19).

Pero, ¿cómo alimentamos nuestra fe en esta esperanza? En Su Palabra, la fuente inagotable. De ella siempre emana el agua viva, que hace fluir el manantial de la esperanza. Corramos a Su verdad; a Sus promesas de salvación, fortaleza, protección, presencia, poder, bondad, sabiduría, gozo, paz, consuelo y amor. Todas ellas son en Cristo «Sí y Amén» (2 Cor. 1:20). En sus páginas contemplamos y conocemos al Dios de esperanza, que nos hace abundar en su esperanza, por el poder de Su Espíritu (Ro. 15:13).

Esperar en Cristo, es un principio básico de la vida cristiana. Es el llamado y la promesa que marcan el rumbo, en nuestra brújula, hacia la ciudad celestial. Solo en Él, nuestras almas alcanzarán verdadero reposo y plenitud (Heb.4:8-11).

Hermana mía, esperemos en Cristo: el Ancla Firme de nuestras almas.

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