En pos del Ancla

¿Por qué mi mente insiste, una vez tras otra, en mirar lo complicado, lo triste y lo difícil de las situaciones presentes? Ciertamente es necedad fingir que nada sucede y no enfrentar lo que se debe atender. Pero sé, porque he estado ahí, que más allá de lo que pueda sucedernos, mi corazón, aunque sellado por el Espíritu Santo gracias a los méritos de Cristo, tiende a concentrarse en las tristezas y afanes del aquí y ahora, y olvida las enormes riquezas en misericordia que mi Señor Jesús ha dispuesto – y dado – a todo aquel que cree en Su nombre. 

Quizá a ti te pase también, pues en ocasiones actúo como se espera de una mujer creyente, haciendo y diciendo lo correctamente cristiano, orando tal vez, pero sin un corazón que por la misma herida que sufre, esté desesperado por el profundo e insondable amor de Dios. Mi corazón engañoso elige muchas veces el lamento por mí misma y las aflicciones que llegan, en lugar de elegir el gozo y agradecimiento real por el profundo amor de Cristo. 

Soy muy capaz de hacer de mis pruebas un ídolo, como escuché por ahí. Y con mi mente adoptar este remolino de emociones (miedo, duda, incertidumbre, posibilidades, caos) en lugar de estacionarme y permanecer anclada en Cristo.

Olvido lo que dice Filipenses 4:8: «Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo digno, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo honorable, si hay alguna virtud o algo que merece elogio, en esto mediten».

Y me sumerjo en todo lo contrario. Mi vestido se vuelve de amargura, de impaciencia, de desesperación, de inmundicia, y en ninguna manera honra al Padre celestial.

Pero alabado sea nuestro buen Dios, que en Su Palabra me recuerda y anima: «¿O piensan que la escritura dice en vano: “Dios celosamente anhela el Espíritu que ha hecho morar en nosotros?”» (Stg. 4:5).

Dios nos ama. Dios ha puesto de Sí en cada creyente. Dios terminará Su obra iniciada. Así que cuando el Espíritu me muestra que voy regresando a los rumbos amargos y pecaminosos de la duda y me centro en mí y nada más que en mí, al mismo tiempo que me muestra mi pecado, también me da la gracia para arrepentirme y la solución para no regresar ahí. 

Meditar, pensar, reflexionar, cavilar, concentrarse, contemplar, abstraerse. ¿En qué? O más bien... ¿En quién? 

En el único que es digno, en el Hijo de Dios el cual me amó y se entregó por mis pecados. En la Roca que a tantos ha sido tropiezo, pero que, por la fe, es el asidero de los que no tienen a dónde ir más que a Él. 

Puedo meditar y gozarme en la misericordia recibida, porque puedo estar en Su presencia, lejos de toda la turbulencia terrenal, y disfrutar con plenitud de Él, que me muestra en Su Palabra que es fiel hasta la muerte, que nunca dejará de estar con nosotras, hasta que el mundo acabe. La paz está en permanecer en Su Palabra, en leerla una y otra vez, y no contentarme con estar en la superficie de la fe, sino lanzarme gozo adentro para conocer más y más de Cristo. 

Gozarme. Gozarme. Gozarme. Lo repito tres veces porque en las muchas aguas puede ser que mi amor quiera ahogarse y perecer.

Pero no así en Cristo. Él dijo: «Estas cosas les he hablado, para que mi gozo esté en ustedes, y su gozo sea perfecto» (Jn. 15:11).

¡Vaya declaración! El mismo gozo de Cristo en nosotras; en tu corazón y el mío, y estos en el de Dios. Por eso será perfecto, porque Él es perfecto y el peso de Su Palabra es excelente y glorioso. Por eso es que cuando meditamos en Dios y Sus perfecciones, entendemos que las tribulaciones que vivimos son leves y momentáneas a la luz del gozo que ya nos espera. 

La presencia magnífica de Cristo, en el esplendor de Su gloria, es una visión que una y otra vez me quita el aliento. El peso de esa Piedra angular, desechada por tantos, pero que es ahora el eje de todo, es un peso glorioso que, como un ancla lo hace hasta el fondo del mar, nos sumerge y nos recuerda que por Él vivimos, nos movemos y estamos. 

Mi amada, vayamos en pos del ancla que es Jesús, buceemos en las insondables riquezas de Su Palabra y las abundantes promesas de Su amor; ¡unámonos a Pablo, en un estallido de alabanza! 

«¡Oh, profundidad de las riquezas y de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Cuán insondables son Sus juicios e inescrutables Sus caminos! pues, ¿quién ha conocido la mente del Señor? ¿O quién llegó a ser Su consejero? ¿O quién le ha dado a Él primero para que se le tenga que recompensar? Porque de Él, por Él y para Él son todas las cosas. A Él sea la gloria para siempre. Amén». -Romanos 11:33-36

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Sobre el autor

Claudia Sosa

Claudia Sosa es mexicana, de la ciudad de Mérida, para ser más especifica. Nacida de nuevo, por gracia de Dios, en Enero de 2009. Casada con Rubén, su novio de toda la vida, desde hace casi 28 años. ¡Matrimonio rescatado … leer más …


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