Por Courtney Reissig
Las madres aman a sus hijos profundamente. Esto es innegable.
Tenemos un deseo dado por Dios que nos impulsa a hacer lo correcto por nuestros hijos. Se hace evidente al mirar a las madres cuidar de sus hijos, ¿o no? Desde el momento en que concibe al bebé, una madre se embarca en la misión de dar su vida por ese pequeño.
Pero ¿has escuchado a las madres hablar de sus sentimientos de culpa respecto a cómo criaron a sus hijos? Hagámoslo personal ¿y tú, los has experimentado?
Con frecuencia este amor por ellos nos deja desgastadas al final del día. Damos y damos, pero cuando el sol se pone y se asienta la polvareda de un día ajetreado, terminamos sintiendo que nos faltó algo. Siempre hay algo más por hacer.
Más castillos imaginarios por construir
Más besos que dar.
Más libros que leerles.
Más entrenamiento que realizar.
Y pareciera que el día nunca tiene suficientes horas. Y así ponemos nuestra cabeza en la almohada y tratamos de ignorar ese molesto sentimiento de culpa que ahora se ha convertido en nuestra compañía constante.
¿Por qué nos sentimos tan culpables?
Creo que esta culpa tiene dos caras:
- Es del tipo equivocado.
- Está enraizada en nuestro perfeccionismo.
Permíteme explicarte. 2ª Corintios 7:10 dice: «Porque la tristeza que es conforme a la voluntad de Dios produce un arrepentimiento que conduce a la salvación, sin dejar pesar; pero la tristeza del mundo produce muerte».
Aquí Pablo habla de dos tipos de culpa: Uno es el correcto; el otro, no.
La tristeza correcta (producida por el pecado) nos debe llevar al arrepentimiento. Si el arrepentimiento nos lleva a dejar el pecado para ir al Salvador quien no tiene pecado, entonces el tipo de culpa correcta nos lleva a un pecado concreto. Por supuesto hay ocasiones (más de las que nos damos cuenta) en que pecamos contra nuestros hijos y necesitamos un verdadero arrepentimiento.
Pero con frecuencia nuestra culpa es un sentimiento prolongado que no tiene su origen en un pecado en particular. Simplemente se queda suspendida sobre nosotras como una nube oscura.
No nos alcanza el tiempo limpiando la mesa después del desayuno o preparando la cena, y dejamos de jugar con nuestros hijos como quisiéramos. Nuestro hijo quiere que le leamos un libro, pero el otro necesita un cambio de pañal. Un pequeño está enfermo, demandando más atención de nosotras, y nos sentimos culpables de dejar a los demás hijos que cuiden de sí mismos. Este tipo de culpa no se origina en un pecado; sin embargo, pareciera que no podemos quitárnoslo de encima.
Esta culpa no acepta que nadie es perfecto, ni siquiera Super-Mamá. Nunca tendremos suficientes horas en el día para jugar con nuestros hijos. Solo Dios logra terminar su lista de cosas por hacer, por lo que no podemos esperar más de nosotras mismas. Nuestra incapacidad de dar a nuestros hijos todo lo que quisiéramos es un recordatorio de que no somos Dios.
También es un recordatorio de que este mundo no se encuentra en el estado en que Dios lo creó. Cuando el pecado entró en el mundo, todo quedó fracturado, incluyendo la maternidad. Nuestros sentimientos de fracaso, aunque no se trate en realidad de un fracaso, son un crudo recordatorio de que la maldición sigue en efecto en este nuestro planeta.
¿Adónde vas con tu culpa?
Cuando te despiertas por la mañana o cuando pones tu cabeza sobre la almohada por las noches sintiendo el aguijón del fracaso o la abrumadora lista de cosas pendientes, ¿qué haces? ¿Te propones hacerlo mejor mañana? ¿Te resignas a aceptar tu incapacidad de satisfacer las necesidades de cada día? ¿Haces algo mucho más radical?
Háblale a tu culpa. Mírala directo a la cara y dile «¡lárgate!» Puede parecer una locura, pero la Biblia nos presenta una manera muy clara de hablar a nuestra culpa (como bien lo ha dicho John Piper) ya sea legítima o falsa. Escucha las palabras de Miqueas 7:7-9:
«Pero yo pondré mis ojos en el SEÑOR, esperaré en el Dios de mi salvación; mi Dios me oirá. No te alegres de mí, enemiga mía. Aunque caiga, me levantaré, aunque more en tinieblas, el SEÑOR es mi luz. La indignación del SEÑOR soportaré, porque he pecado contra Él, hasta que defienda mi causa y establezca mi derecho. Él me sacará a la luz, y yo veré su justicia». (énfasis añadido)
¿Escuchaste bien? La respuesta a ésa molestosa culpa no es repetir como mantra el conocido sonsonete, «si no lo consigues la primera ocasión, intenta y vuelve a intentarlo una y otra vez». Eso no ayudará a ninguna madre que se encuentre enfrascada entre la ropa por lavar, los berrinches y las migajas.
Como madres lo que necesitamos es una dosis saludable de los méritos de Alguien más. Precisamos la obra completa de Cristo. La respuesta cuando esta culpa nos invade es clamar a la justicia de Cristo. De frente a ese sentimiento de ineptitud tenemos la esperanza de que Cristo ha cumplido todo a nuestro favor, para que entonces sirvamos a nuestros hijos en libertad, sabiendo que, aunque haya días en que no podremos hacerlo todo, nuestra culpa no tiene la última palabra.
Por lo que, querida, agotada y cargada de culpa madre ¿adónde vas con tu culpa? ¿La patearás a la cara con las promesas aplastantes de la Palabra de Dios? ¿Dejarás que tu culpa te recuerde que Cristo es todo lo que necesitas?
Nuestra esperanza es verdadera, sea que enfrentemos culpa genuina o falsa. Jesús todo lo pagó. Hasta la última gota.
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