Escritora invitada: Rachel Lehner
Inmutable. ¿Existe algo así? Luchamos con la permanencia: garantías de por vida, marcadores permanentes, récords inquebrantables, hogares para siempre; pero en el fondo sabemos que no hay ninguna garantía de que estas cosas cumplan su promesa. Sin embargo, lo anhelamos; anhelamos algo que no cambie, algo seguro. Un lugar de vacaciones al que siempre puedas volver, una comida de restaurante que siempre tenga el mismo sabor, el sonido reconfortante de la voz de tus padres al otro lado del teléfono.
Como criaturas volátiles viviendo en constante cambio mientras navegamos por este planeta, nuestra búsqueda de lo permanente es comprensible. Sabemos que existe en alguna parte, y nuestras vidas se sienten desancladas hasta que lo encontramos.
En estos días de GPS y celulares, es necesario pararnos a reflexionar para apreciar lo importante que era el cielo para los barcos errantes. Las estrellas funcionaban como señales de tráfico para los marineros, con las aguas en todas direcciones, era imposible saber en qué sentido navegaban.
En el libro de Hechos, describiendo el terror de su barco perdido en el mar, Pablo relata: «Como ni el sol ni las estrellas aparecieron por muchos días, y una tempestad no pequeña se abatía sobre nosotros, desde entonces fuimos abandonando toda esperanza de salvarnos» (Hch. 27:20). Sin un ancla que nos sostenga, sin una estrella que nos guíe, la esperanza desaparece.
Mientras que las estrellas son una figura útil de algo constante en un mundo cambiante, incluso estas son propensas al cambio. Solo hay Uno que permanece invariable.
Santiago 1:17 dice: «Toda buena dádiva y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces, con el cual no hay cambio ni sombra de variación».
Mirando más allá
Santiago nos dice que es bueno mirar hacia lo alto en nuestra búsqueda de algo que no cambia, pero tenemos que mirar más allá de las estrellas. Necesitamos mirar al que creó los cielos, al Padre de las luces. Todo en la creación está sujeto a cierta variación. Solo Dios es eterno, invariable, inmutable. Y nosotras, como criaturas Suyas, hechas a Su imagen y semejanza, que tenemos la eternidad en nuestros corazones (Ecl. 3:11), anhelamos anclar nuestras almas a Aquel que siempre es el mismo.
El Salmo 102 ha sido de gran ayuda en mi reflexión sobre las implicaciones prácticas de que nuestro Dios no cambia, está escrito por «una persona afligida, que es débil y derrama su lamento ante el Señor», que es a menudo como nos sentimos cuando un cambio es repentino y severo.
Como criaturas limitadas que somos, los cambios fuera de nuestro control pueden ser dolorosos, y afrontarlos resulta agotador. A veces parece que el cambio llega tan rápido que te encuentras frente a una vida que apenas reconoces. La mayoría de nosotras podemos unirnos al salmista en su sentir, afligidas, desfalleciendo y llenas de quejas.
Entonces, ¿cómo el salmista encuentra esperanza en la verdad de que Dios no cambia? Lo hace al considerar la perfección del Dios inmutable en contraste a la volatilidad que él ve en la carne, el mundo e incluso en su propia fe. Como el Único ser en el universo que no está sujeto a la alteración con el paso del tiempo, cada palabra de Dios que fue verdadera, hoy también lo es y lo seguirá siendo por los siglos.
Recuerda que el Señor está en el trono para siempre (v. 12). El salmista reconoce que el ancla que busca no vendrá de su propia fuerza, ni de las circunstancias a su alrededor, ni siquiera de sus propios méritos espirituales. La señal invariable que necesita es el Padre de las luces, aunque sienta que Dios está enojado con él, aunque no lo entienda. Es importante notar aquí que el salmista expone su queja «ante el Señor». Incluso en su confusión, lo sabe: cuando el mundo tiembla y sopla la tempestad, no hay otro lugar a donde ir.
Recuerda las promesas permanentes del Señor (v. 13). El salmista sabe que, como el Señor es inmutable, también es fiel a Su Palabra; los dos atributos van de la mano. El salmista observa lo que sucede a su alrededor y se recuerda a sí mismo que lo que ve no es el final de la historia; el Señor se compadecerá de Sión, vendrá la liberación, naciones y reyes verán la gloria de Dios, el Señor reconstruirá lo que ahora parece polvo.
Recuerda la continua compasión del Señor (v. 17). El salmista ha perdido la confianza en todo lo que ve: su cuerpo, su entorno, incluso su posición ante Dios, pero recordar que Dios es inmutable le recuerda la inagotable misericordia del Señor. Sabe que Dios «ha considerado la oración de los menesterosos, y no ha despreciado su plegaria» (v. 17). Por eso, aunque el salmista reconoce la mano de Dios en sus circunstancias difíciles, clama confiado: «Oh Señor, escucha mi oración, y llegue a Ti mi clamor» (v. 1).
Recuerda el reino venidero del Señor (v. 28). Mientras el salmista medita en Aquel que permanecerá, aunque los cielos un día se desgasten como un vestido, él pone su confianza en la seguridad eterna. Sabe que un día será establecido ante Dios, firmemente plantado y sin moverse jamás. Y tiene esta esperanza no solo para sí mismo, sino también para sus siguientes generaciones. El inmutable Dios, en quien el salmista encuentra un ancla, estará allí, Él mismo, para todas las generaciones venideras.
Cuando pienso en las muchas pérdidas personales que he sufrido, es fácil desear que las cosas vuelvan a ser como antes. Extraño a los seres queridos que ya no están, las rutinas que una vez disfruté, la reconfortante idea de que mi vida continuaría en la misma trayectoria estable. Pero aunque lamento lo que se ha perdido, mi alma se aferra con más fuerza a las cosas que durarán eternamente: el amor del Padre y la vida que disfrutaré en Su reino para siempre. Todo gracias a la obra redentora eterna de Jesús, que me amó hasta la muerte.
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