El anhelo de pertenecer se ha convertido en mi compañero durante los últimos seis años desde que me casé y dejé definitivamente la República Dominicana, el lugar donde nací.
Por veintiocho años subestimé lo que significaba pertenecer. Estar junto con las personas de nuestra iglesia era nuestro modo de vida en la República Dominicana. Cuando salíamos de vacaciones, casi siempre lo hacíamos con otras familias de la iglesia; cumpleaños, graduaciones, días festivos, noches de viernes, helado después de las reuniones de oración del miércoles, pizza después de las reuniones de las noches de domingo en la iglesia. Mi familia (de fuerte ascendencia árabe) no era la única que vivía de esa manera, sino muchas familias a mi alrededor. Tanto el duelo como el gozo, era un asunto de toda la comunidad. Así que cualquier mes había muchas razones para reunirse con familia y amigos. Lo normal era estar juntos. Mucho de mi identidad y fundamentos venía de ser bien conocida y profundamente amada.
El día de mi boda –en una fila de felicitaciones de dos horas- llorosa, di abrazos de despedida a mi familia e iglesia. Me mudé a una nueva ciudad en los Estados Unidos. Estaba ansiosa por descubrir quiénes serían “nuestra gente”. Nos encantaba la hospitalidad y constantemente abríamos las puertas de nuestro hogar a la familia de la iglesia. Pero los tres primeros años no lograba identificar quienes querían que nosotros fuéramos su gente (principalmente porque malinterpretaba las señales culturales.) Ansiaba hacer vida juntos –no solo invitar a otros en nuestra vida, sino ser invitados por otros para entrar en su vida- especialmente de la manera en que acostumbrábamos en República Dominicana.
Comparaba nuestra familia con otras que parecían tener lo que yo anhelaba. En ocasiones me sentía celosa e insatisfecha. Tenía amigas. Teníamos nuestro pequeño grupo de la iglesia. Pero me faltaba algo que había sido parte importante de mi vida. Busqué mi hogar en la gente y desarrollé hábitos pecaminosos al buscar refugio y seguridad en lo que ellos pensaran de mí.
Con el paso del tiempo, el Señor bondadosamente usó mi nueva iglesia –especialmente nuestras mujeres- para darme más de ese sentido de pertenencia. Hacia el final de mis cinco años allí, estaba agradecida por todas las relaciones que el Señor había prosperado al paso de los años y me sentía triste de tener que dejarlos. Justo cuando me sentía como si estuviera comenzando a comprender más cabalmente a mis amigas estadounidenses y su estilo de vida, dejé atrás la relación con ellas para mudarnos al otro lado del mundo.
Pero no me daba cuenta de que todavía sentía aflicción porque el sentido de pertenencia no era exactamente como en mi país. Y así, con dolor aún sin resolver y con patrones de buscar refugio y seguridad en las personas como una manera de hacer frente a esa pérdida –nos mudamos a una ciudad muy internacional en Oriente Medio.
Nuestro tiempo en esa nueva ciudad sería relativamente corto (diez meses) debido al trabajo de mi esposo. Creo que debido a que sabía que sería por un tiempo muy limitado, me apresuré a tratar de hacer mi vida junto con el pueblo de Dios en ese lugar. Creo que esperaba encajar en una comunidad de expatriados –donde todos se encontrarían lejos de casa, conscientes de lo difícil que es, y nos abrazarían para hacer vida juntos. Pero la vida metropolitana, el ministerio, la distancia, las ocupaciones extremas, sin carro, niños que se enferman –hizo que todo fuera un reto de la vida en comunidad, no solo para mí, sino para todas las mujeres. Tratamos de unirnos a un grupo pequeño en distintas ocasiones y no pudimos. Hacía preguntas, servía a otros con frecuencia, invitaba a las personas a nuestro hogar. La mayoría de las amistades que busqué los primeros seis a siete meses fueron de mucha ayuda y muy amables, pero no podían dar de sí mismos en relaciones constantes, pues, se enfocaban en amar amistades no creyentes a su alrededor; y se ocupaban de las muchas necesidades en nuestra iglesia al tiempo que ellas mismas se ajustaban a vivir lejos de casa. Estoy agradecida por la manera en que bendijeron nuestra familia y lo que Jesús proveyó a través de ellas. Pero mi anhelo de pertenecer no fue satisfecho en esas relaciones en la manera que yo esperaba. Esto expuso mi corazón y pude darme cuenta de cuánto pecado fue revelado durante esos meses.
Gracias a Dios, porque en Su gracia y misericordia, a pesar de mi pecado, durante los últimos meses allí, definitivamente probé la dulzura de la vida en comunidad, de múltiples maneras. Dios proveyó amistades por medio de relaciones de discipulado y el pueblo de Dios nos sirvió amorosamente. Especialmente estoy muy agradecida por la manera en que Dios unió nuestros corazones con dos familias. Nuestros últimos dos meses allí disfrutamos de deliciosos momentos de convivencia.
Comenzábamos a sentirnos demasiado a gusto cuando tuvimos que empacar las cosas de nuestro apartamento y, una vez más, despedirnos. Mientras pensaba en la mudanza a otra ciudad en ese mismo país y en iniciar todo de nuevo, mi corazón se encogió y fluyeron muchas lágrimas. No estaba segura de poder hacerlo. Pero el Señor usó la pérdida del sentido de pertenencia terrenal una tercera (¿o cuarta vez?) para mostrarme algo acerca de Él que yo necesitaba desesperadamente comprender.
“Tú Eres Mi Pueblo”
Un día, a finales de mayo, leyendo Isaías 51:12-16 el Señor irrumpió en mi alma. Su Palabra –viva y penetrante- trajo claridad a mi corazón:
"Yo, yo soy vuestro consolador.
¿Quién eres tú que temes al hombre mortal,
y al hijo del hombre que como hierba es tratado?
¿Has olvidado al SEÑOR, tu Hacedor?
…Porque yo soy el SEÑOR tu Dios, que agito el mar y hago bramar sus olas
(el SEÑOR de los ejércitos es su nombre),
…establecer los cielos, poner los cimientos de la tierra
y decir a Sion: "Tú eres mi pueblo.’”
Cuando leí la frase “Tú eres mi pueblo” estallé en llanto. Había estado anhelando por seis años oír a otra gente decir claramente (de manera que tuviera sentido para mí, en mi cultura y personalidad): “Ustedes amigos, son nuestra gente.” Pero ese día oí a Dios mismo decírmelo. Había temido al hombre y buscado refugio en otros. Me había olvidado de mi Hacedor y Redentor. Y el Dios eterno, el único que me consuela y se dio a Sí mismo por mí, estaba diciendo, “¡Aylin, tú eres mía!”.
A través de Isaías, el Espíritu de Dios abrió mi corazón para entender que ese anhelo de pertenencia es bueno y correcto. ¡Dios lo dio para que lo anhelemos a Él! Sin embargo, me había dejado gobernar por las creencias de que:
-
En última instancia, el anhelo de pertenecer sería satisfecho por las personas.
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Tenía derecho a querer que ese anhelo fuera satisfecho por completo durante mi vida en la tierra.
El Señor me recordó la preciosa promesa entretejida a través de todas las Escrituras: “Haré mi morada en medio de ellos, y caminaré en medio de ellos, y yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo”. Desde el principio, hablar de hogar significaba estar donde Dios estaba. El pecado hizo su entrada y lo arruinó. Debido al pecado, ya nunca podríamos sentirnos en casa con Dios. Pero nuestro Dios hogareño, tenía un plan. Jesucristo dejó Su hogar para venir a hacer uno con nosotras. A través de Su muerte y resurrección Él abrió el camino para que estemos en casa con Dios.
Cuando el Señor dice “Haré mi morada en medio de ustedes” nos está dando el regalo de hacer su vida con nosotras. En Cristo recibo la bienvenida a la vida de la Trinidad –y ahora tengo con el Padre la misma relación que tengo con el Hijo. A través de la morada de Su Espíritu, Cristo hace su vida con nosotras y a través de nosotras. ¡En Cristo mi anhelo de pertenecer fue satisfecho!
Un Regalo (no un derecho)
Cuando Dios nos hizo Suyas, también nos recibió en Su familia. Pero a veces no experimentamos ese sentido de pertenencia como nos gustaría sentirlo. Experimentar el sentido de pertenencia es un regalo, no un derecho. Sin embargo, desde que dejé mi país en la práctica estuve viviendo como si se tratara de un derecho. Y cuando no lo experimentaba –ya fuera por mis propias definiciones culturales o debido a la Caída (mi propio quebrantamiento o el de aquellos que me rodean) en ocasiones, sentí celos, enojo, temor o profunda tristeza. Él me ha llevado al arrepentimiento de la idolatría e incredulidad consolándome con la promesa de quién es Él: Él es mi hogar.
Adelante y hacia arriba
Al mudarme a una nueva ciudad, Él ha alentado mi corazón haciéndome consciente de que he estado buscando un hogar, pero ¡el Hogar me ha encontrado y nunca me dejará ir! Al mismo tiempo, hay un sentimiento real y es que me sentiré nostálgica toda mi vida hasta que llegue a mi Hogar permanente. La promesa de Dios en Ap. 21:3 He aquí, el tabernáculo de Dios está entre los hombres, y El habitará entre ellos y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará entre ellos, aún no se ha cumplido por completo.
Hay un profundo sufrimiento y dolor que viene de no estar en Casa con nuestro Padre. Jesús mismo experimentó ambos, mientras vivió en esta tierra. Estoy aprendiendo a reconocer el dolor y desasosiego de mi corazón como señales de nostalgia por Dios mismo. También estoy aprendiendo a ser real con mi dolor en lugar de sofocar mis emociones.
Gracias a Dios, el dolor del corazón por estar lejos de su Hogar se encuentra lleno de esperanza. El Espíritu en nosotras garantiza que recibiremos la ciudad que hemos estado buscando y anhelando (Hebreos 11:14). Podemos abrazar nuestro estado de exiliadas con gozo, hacernos amigas del dolor y como Jesús, afirmar nuestro rostro para satisfacer un anhelo que nunca será completa y finalmente satisfecho en esta tierra.
Viene un día cuando Dios mismo nos consolará a cada una de nosotras como una madre consuela a los suyos (Isaías 66:11-13). ¡Qué cuadro tan íntimo y tierno! Desde que veamos a Jesús, cara a cara, nos sentiremos profundamente satisfechas con el glorioso sentido de pertenencia que solamente encontramos en Dios. Entonces, finalmente, estaremos en Casa.
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