De alguna manera siempre supe que la perfección no era el estándar a perseguir. Quizás lo entendí así por ser la primogénita de mi familia o porque me crié con la Biblia. En todo caso, siempre supe que no podía satisfacer el estándar perfecto y santo de Dios. Lamentablemente, me tomó años darme cuenta de que Jesús era mi única fuente de perfección.
Mi madre me cuenta que acepté la Palabra de Dios con la «fe de un niño». No puedo recordar ni un momento en que haya dudado ser una pecadora con necesidad de restaurar mi relación con Dios. Sin embargo, mis ojos estaban cegados a Su amor, gracia y perdón obtenidos por la vida perfecta de Jesús, Su muerte, sepultura y resurrección. ¡Oh, conocía la historia del evangelio de memoria! Y podría haber dicho que la creía, pero había una gran desconexión entre lo que conocía con mi cabeza y lo que había abrazado con mi corazón. ¿Te identificas con ese sentimiento?
Desde niña estuve siempre muy apercibida de mi pecado y de mis deficiencias. De hecho, mi mamá aún conserva un archivo que contiene las cartas que le enviaba a ella y a mi papá pidiéndoles disculpas cada vez que desobedecía. Recuerdo haberle pedido a Dios casi todas las noches que me salvara. Siempre estuve segura de mi pecado, pero nunca estuve segura de Su agrado o de Su favor hacia mí (¡Siempre pensé que debía ganarlo!).
Debido a esto, no tenía una relación amorosa y personal con Dios. Siempre pensaba que Él estaba enojado conmigo. Me esforzaba tanto por ser buena, pero llevaba esa carga sola, (¡que carga tan pesada era aquella!). Debido a esto, durante algún tiempo en mi adolescencia traté de encontrar en muchachos este amor que tanto anhelaba, cualquier muchacho que me hiciera caso era un buen candidato. Cuando me di cuenta de que estaba en una calle sin salida, volvía a empezar a «tratar de hacer lo bueno y buscar de Dios» de nuevo.
No fue hasta alrededor de los 20 años que finalmente toqué fondo. Una mañana me desperté con un sentido de desesperación muy grande. Sabía que sin importar cuánto tratara, no podría transcurrir un día sin que pecara (¡Siempre pensé que esa era la meta!). Independientemente de cuánto me esforzara, no podía complacer a Dios. Mientras lloraba desconsoladamente debido al desgaste emocional que esto me producía, Dios trajo Mateo 11:28-30 a mi memoria.
«Vengan a Mí, todos los que están cansados y cargados, y Yo los haré descansar. Tomen mi yugo sobre ustedes y aprendan de Mí, que Yo soy manso y humilde de corazón, y hallarán descanso para sus almas. Porque Mi yugo es fácil y Mi carga ligera».
Fue en ese momento que me di cuenta de que tenía un serio problema. En mis más de 20 años no me había alineado con esta promesa de Jesús que me ofrecía descanso y paz; solo había conocido la carga pesada y dura de la religión. Me pregunté a mí misma: «¿Realmente conozco a Jesús?».
Durante las próximas semanas y meses, Dios en Su bondad trajo cerca de mí a personas maduras en la fe para que caminaran conmigo y me acompañarán durante este tiempo. ¡Empezamos a estudiar Romanos 5-8, y el evangelio adquirió vida para mí al darme cuenta que había estado muerta y que ahora la vida de Jesucristo latía dentro de mí!
Desde entonces he continuado creciendo en mi entendimiento y en gratitud, sabiendo que estoy en Cristo, quien se ha convertido en mi sabiduría, mi rectitud, mi santificación y mi redención, para que solo me pueda gloriar de que soy Suya (1 Co. 1:29-31).
¿Y tú? ¿Acaso luchas en tus propias fuerzas para llenar las demandas perfectas y santas de Dios, o estás confiando en que solo Cristo puede ser tu justicia? (¡Nunca es tarde para empezar!)
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