No hace mucho, celebré mi cumpleaños treinta y seis. Cuando mi madre cumplió esa misma edad, ya tenía cinco hijos. La mayoría de mis amigas tienen más de un hijo; algunas de ellas tienen hijos casi saliendo de la adolescencia. Me siento vieja, y sea que me guste o no, estoy envejeciendo. Lo noto en infinidad de maneras y lugares, con dolor y consciencia. Sé que para muchos todavía soy una pollita de primavera, pero éste fue el primer cumpleaños donde me sentí mayor de lo que soy, en lugar de más joven. Creo que con eso podrán entender.
Recientemente, Jen Wilkin escribió un artículo sobre “Madres en la Iglesia.” Recomiendo muchísimo que lo lean. Al meditar nuevamente sobre el mismo esta mañana, pensé, ¿En qué momento, las hijas llegamos a sentir que ya no necesitamos de las madres? Al menos yo, no he llegado a ese punto. Constantemente ansío mujeres mayores en mi vida y al menos en mi localidad y en esta etapa de vida, hay una gran carencia de ellas. Esta pregunta me llevó a otra, aún más contundente: ¿En qué punto me convierto en la mujer mayor de la que otras mujeres desean aprender?
Todas necesitamos maestras
Estoy segura que allá afuera habrá algunas mujeres que sienten que llevan consigo suficiente conocimiento para toda la humanidad. La sabiduría gotea de sus lenguas y la experiencia de sus manos. Yo no soy una de esas mujeres. Constantemente siento profunda inseguridad de no tener lo que se necesita para ser esposa, madre, amiga, hermana, hija. Y constantemente quiero liderazgo a mi alrededor que me muestre el camino, sostenga mi mano, me corrija, me lleve de vuelta al camino, me recuerde. Siempre me he sentido como una niña, y aunque mi cumpleaños pasado me marcó en cuanto a lo vieja que me estoy poniendo, creo que siempre me sentiré un poco como alguien que nunca ha madurado.
¿Cuántas de mis hermanas se sienten de la misma manera? Sé que la mayoría de nosotras nos sentimos así, tan solo porque el número de mujeres buscando mentoras sobrepasa la cantidad dispuesta a discipular. Todas queremos maestras, pero ninguna quiere serlo. Desde que era una niña en la iglesia, he visto un programa de mentoría tras otro irse a pique porque los números están en desbalance.
Hoy es el día
La respuesta a mi pregunta, “¿En qué punto me convierto en la mujer mayor?” es hoy. Hoy yo soy esa mujer mayor. Incluso cuando tenía diecinueve o veinticinco, era la mujer mayor para una más joven. Siempre he sido y siempre seré una mujer mayor para alguien más. Envejecer con gracia significa aceptar no solamente las arrugas y dolores y experiencias, sino también aceptar la responsabilidad de ser mayor que alguien más. No hay vergüenza en eso. Incluso si tienes diecinueve o veinticinco.
Cuando alguien me pide que la mentoree, siempre he respondido, “Encantada, con todo mi ser, pero debes de saber que probablemente se verá diferente de lo que tú imaginas, y también debes reconocer y aceptar la responsabilidad de discipular a otras.” El único prerrequisito para predicar el evangelio es conocer el evangelio, y aún la más nueva de las creyentes conoce el evangelio. Es más, el decir y volver a decir y pulir lo que creemos acerca del evangelio lo que da al evangelio pies y manos en nuestra propia vida. No conozco mejor disciplina para el crecimiento del evangelio en mi vida que llevar a cabo la labor de hacer discípulos.
Durante la época de Adviento, leemos acerca de la Anunciación, las increíbles noticias de que María daría a luz al Hijo de Dios, a pesar de ser una niña virgen, y cómo respondió, “hágase conmigo conforme a tu palabra.” Me impacta ese momento de su disposición, su sumisión a hacer algo extremadamente más difícil de lo que su joven cuerpo, mente y espíritu pudiera imaginar.
Quiero que con eso nos animemos, hermanas. Hoy ya somos madres, si nos sometemos a la edad que tenemos y no a la edad que queremos. Así sea en nosotras.
Donde quiera que te encuentres, sé una mentora
Si estás en la preparatoria, encuentra a una chica de intermedia y muéstrale lo que significa madurar hacia una joven mujer piadosa, yendo a contracorriente de las normas de la sociedad. Háblale el lenguaje del evangelio en temas como el pecado, presión de grupo, decoro, etc.
Si estás en la universidad, encuentra una joven de preparatoria, que no tiene idea de lo que enfrentará en el salvaje mundo de la universidad, y muéstrale como puede mantenerse firme en medio de todo ello. Enséñale cómo el evangelio nos da el poder para caminar en libertad.
Si eres una mamá joven, fija un espacio para encontrarte con una estudiante de universidad y sentarla a tu mesa. Así es. Ella se convertirá en parte de tu familia, cargando bebés, doblando ropa, etc. Lo va a querer hacer. Creéme. Enséñale cómo el evangelio acoge con calidez, pero también nos demanda que vengamos y muramos.
Si eres una soltera más tiempo de lo que habías esperado o planeado, encuentra algunas chicas en sus veintes que están seguras que su vida terminará si no se han casado para los veintitrés. Muéstrales lo plena que puede ser la soltería con la vida centrada en el evangelio.
Si eres una mamá de mediana edad, ve a la casa de una mamá joven y ayúdale meciendo a sus bebés algunas horas. Déjala que se dé un baño. Personifica el evangelio siendo manos y pies.
Si eres casada sin hijos, considera que algunas mamás jóvenes necesitan una amiga, la voz de otro adulto en sus días. Muéstrale que el evangelio es elemental y se necesita solo la fe de un niño, pero que también crecerá hasta algún día necesitar más que solo leche.
Si tus hijos han dejado el nido vacío, esa mamá de mediana edad necesita algunos recordatorios de que su hija de trece años con la boca llena de insensateces no va a ser así por siempre. (Levanto mi mano. Perdón, mamá.) Recuérdale una y otra vez que la realidad del evangelio es lo que cambia a la gente y les lleva de la oscuridad a la luz.
Éstas son solamente algunas ideas; hay miles más. Siéntete libre de comentar ideas o lo que te funcionó en tu etapa, o cómo alguien te ayudó a que funcionara. Hermanas, las vidas son transformadas a través de los cuidados de una madre. Vé y sé madre.
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