Escritora invitada: Elisha Galotti
La vida comenzó en un lugar perfecto en donde no había miedo ni razón para temer. Solo había amor, armonía y gozo. Luego, el primer hombre cayó en pecado, y desde entonces, el temor ha sido parte de nuestra vida.
El temor llega pronto y se queda mucho tiempo, es poderoso e infeccioso. Los jóvenes conocen el temor; los mayores también, es común a la humanidad. El temor, como el amor, es una de esas cosas que trascienden la edad, el género y la cultura. Tememos la oscuridad, tememos por nuestros seres queridos, tememos perdernos, tememos la separación, tememos lo desconocido. A medida que crecemos y maduramos, los rasgos del temor cambian, pero su rostro lujurioso y burlón nunca desaparece del todo.
Es posible que el temor se apodere de nuestros corazones cuando estamos atravesando una estación de la vida que es dulce, ligera y predecible; pero a menudo, es cuando Dios nos está llevando (o a alguien que amamos) a través de una situación en la que no podemos imaginar cómo se solucionará. Es, entonces, cuando el temor tiende a surgir en nuestros corazones, apretando fuerte, pesando día y noche.
El otro día pasé más de una hora hablando por teléfono con una amiga cristiana quien está pasando por una prueba inimaginable. Tiene temor y no sabe cómo se desarrollarán los próximos días. Su futuro es oscuro e incierto, el temor llama y las preguntas se acumulan:
- «¿Por qué permitió Dios que esto sucediera?».
- «¿Qué bien podría sacar Dios de todo esto?».
- «¿Cómo será el futuro?».
- «¿Cómo llegará la luz al final de esta oscuridad?».
Sin embargo, cuando colgué el teléfono después de aquella conversación, mi corazón se sintió sorprendentemente animado. Lo que empezó siendo una conversación en la que mi amiga compartía sus dudas y temores, se convirtió en una conversación sobre su fe, su Dios.
Sin Jesús solo hay esperanzas efímeras o frases triviales que aportan poco consuelo a los corazones temerosos, pero con Jesús, no importa por qué tengamos temor, no importa lo incierto que sea nuestro futuro, y no importa lo profundamente arraigado que esté nuestro temor. Tener temor puede recordarnos de nuevo por qué necesitamos tan desesperadamente la fe.
La fe trae esperanza, porque los ojos de la fe miran a un Dios que nos conoce, que nos cuida, que nos preservará y que está con nosotras. En esta vida, y especialmente durante las pruebas, a menudo tememos porque no sabemos cómo acabarán las cosas; pero con ojos de fe, miramos a nuestro Dios que sí lo sabe.
Imagínate a un niño sentado solo en su habitación en la oscuridad de la noche, llorando de miedo. El padre o la madre se acercan a él, lo abraza y le susurra: «Calla, pequeño. Tranquilo. Ya estoy aquí, no estás solo, estoy aquí contigo».
Cuando estamos solas y temerosas, nosotras también debemos escuchar por la voz de nuestro Padre:
«No temas, porque Yo estoy contigo; no te desalientes, porque Yo soy tu Dios. Te fortaleceré, ciertamente te ayudaré, sí, te sostendré con la diestra de Mi justicia». -Isaías 41:10.
Hija de Dios, ¿el temor está acosando tu corazón? Si es así, ¿estás escuchando la voz de tu Padre?
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