Lo único amargo que quiero en mi vida es el chocolate negro. Un trozo es justo lo que necesito para satisfacer mis ganas de dulce y no meterme en demasiados problemas mordisqueando cosas que no debería comer. Siendo esa la excepción, prefiero evitar las cosas amargas, especialmente las circunstancias amargas. Si dependiera de mí, la vida sería dulce y agradable todo el tiempo.
Pero no depende de mí.
Uno de los mayores malentendidos del caminar cristiano es pensar que por ser hija de Dios la vida es más fácil. Suena lindo imaginar que ser salvas por la sangre de Cristo también nos salva de las pruebas de la vida. Pruebas que podrían provocar resentimiento en nuestros próximos pasos y hacernos dudar de la existencia de Dios. Después de todo, ¿cómo es que un Dios amoroso permite que cosas malas les sucedan a sus hijas? ¿Acaso nuestro estatus de «familia» no significa nada?
Sí, significa más de lo que podemos pensar.
Significa que Dios está por mí y no en contra de mí.
Significa que tengo esperanza para el futuro.
Significa que Cristo es mi defensor y cada bendición espiritual está a mi disposición.
Significa que nunca estoy sola.
Significa que el Espíritu Santo mora en mí.
Significa que tengo el beneficio de acumular un tesoro en el cielo.
Significa que pasaré la eternidad con mi Salvador a pesar de no merecer ese privilegio.
Sin embargo, mi estatus como hija de Dios no quiere decir que se me otorga una residencia en la «avenida fácil». Eso, amiga mía, es una mentira del diablo, la cual tiene la intención de sabotear la confianza que tengo en Cristo. Y, ¿adivina qué? La nuestra no es la primera (ni la última) generación que cree esa mentira destructiva. Los israelitas que siguieron a Moisés fuera de Egipto también cayeron en la trampa.
Seguir a Dios no implica una vida de ocio
Una de las cosas que más me gustan de la historia de redención de Israel es el eco que tiene en nuestra historia de redención. En primer lugar, así como los israelitas eran esclavos en Egipto, la humanidad es esclava del pecado (antes de la salvación mediante Jesucristo). En segundo lugar, está el paralelo de la Pascua. Así como la sangre del cordero salvó a Israel, de la misma manera, la sangre de Cristo, el Cordero de Dios, nos salva a nosotras. En tercer lugar, de la misma manera en la que Dios guío al pueblo fuera de Israel para que le sirvieran, así también Cristo nos libera para que podamos servirle y amarle.
Pero los paralelos no se detienen ahí. De la misma manera en la que los israelitas pasaron por pruebas y dificultades después de ser redimidos, nosotras también lo hacemos. Dios nunca les otorgó un pase especial para poder evitar cada dificultad o frustración. Al contrario, pocas horas después de comenzar su aventura como los escogidos de Dios, sus vidas requirieron fe, confianza y rendición a gran escala (al no tener un barco), ya que Israel se encontró acorralado entre el Mar Rojo y un ejército egipcio furioso que se acercaba rápidamente.
Por lo tanto, este es el panorama: para los israelitas, seguir a Dios no significaba llevar una vida de ocio comiendo caramelos. Por el contrario, implicaba una confrontación inmediata en contra de un enemigo voraz, y una batalla intensa entre la fe y el miedo. Y todo, ¿para qué? Para que pudieran experimentar a Dios y lo vieran partir el mar. Para que pudieran sentir la tierra seca bajo sus pies y ver a su poderoso Salvador otorgarles la victoria.
Y todavía nos preguntamos por qué Dios permite que cosas difíciles sucedan. De haber tomado el camino fácil, el pueblo de Israel se habría perdido la demostración del poder de Dios . ¡Qué momento más increíble debió haber sido ver al Mar Rojo partirse en dos! Sin embargo, sabemos que Dios no siempre parte las aguas.
Si has estado esperando que Dios parta en dos tus furiosas aguas para poder caminar sintiendo la arena bajo los dedos de los pies, te invito a ver más allá del Mar Rojo a la siguiente parte del viaje de Israel.
A veces, seguir a Dios lleva a aguas amargas
Sanos y salvos al otro lado del Mar Rojo, la vida no se hizo más llevadera para los israelitas. En lugar de ello, la vida presentaba nuevos retos que perturbaban la fe. Tan solo tres días después, los israelitas se estaban muriendo de sed y necesitaban desesperadamente agua. Por lo que, cuando llegaron a Mara (el cual significa amargo) y se dieron cuenta de que el agua era imbebible, entraron en pánico y atacaron a Moisés.
En respuesta, Moisés clamó a Dios y Él le indicó que arrojara un árbol al agua. Como resultado, el agua se volvió bebible (Ex. 15:25). La versión NBLA dice que el agua se volvió dulce.
Aquí está la siguiente imagen: el agua que antes sabía amarga se convirtió en dulce gracias a la provisión de un árbol por parte de Dios. Yo puedo pensar en otro árbol que endulzó mi vida, ¿y tú? 1 Pedro 2:24 dice: «Él mismo llevó nuestros pecados en Su cuerpo sobre la cruz, a fin de que muramos al pecado y vivamos a la justicia, porque por Sus heridas fueron ustedes sanados» (NBLA).
De la misma forma en la que Dios utilizó un árbol para convertir las aguas amargas de Israel en aguas dulces, Dios utiliza la cruz para hacer que nuestras aguas amargas sean dulces. Como seguidoras de Cristo, nunca nos quedamos sin esperanza, ni siquiera cuando las situaciones de la vida son difíciles de enfrentar. Cuando permitimos que el evangelio sature las cosas difíciles de la vida, incluso las cosas imbebibles se vuelven bebibles.
Recientemente una de mis más queridas amigas dio su testimonio en un evento de mujeres al que asistí. Su vida no ha sido fácil. Ha enterrado a una hija y a su esposo en distintas ocasiones. Ya viuda en sus treinta, se ha quedado con dos niños pequeños a los que debe criar sola.
Su historia es difícil, pero gracias a Cristo y al evangelio, ella dice que la peor semana de su vida también fue la mejor semana de su vida. ¿Cómo es eso posible? Por la presencia de nuestro Salvador y Su poder sostenedor el cual hace que las cosas amargas se vuelvan dulces.
Seguir a Dios endulza el camino
La salvación no es un pase para evitar las cosas difíciles. Nuestro camino (al igual que el de Israel) está lleno de desafíos, tentaciones y dolores de cabeza. Pero, así como Israel tenía motivos para confiar en Dios, nosotras también los tenemos. Así como ellos tenían promesas de Dios a las cuales sostenerse, nosotras también las tenemos. Cuando nos aferramos a esas promesas mientras nos sostenemos en Cristo, incluso las circunstancias más amargas pueden dar paso a algo dulce.
El otro día, el menor de mis hijos me preguntó si los milagros aun ocurren. Mi respuesta inmediata fue: «¡Claro que sí!». «¿Entonces por qué no los vemos?», me respondió. «Me parece que sí los vemos», contesté, «pero algunos de los milagros más grandes que yo he experimentado no han estado en el exterior. Al contrario, han tenido lugar dentro de mí. He perdonado cuando creía que no podía perdonar. He persistido cuando creía que no podía seguir adelante. He amado cuando creía que era imposible hacerlo. Y experimenté alegría cuando la alegría parecía improbable».
Escucha, querida amiga, si has estado pacientemente (o ansiosamente) esperando a que Dios parta las aguas en alguna situación en específico, quiero animarte a que pruebes con otra táctica. Arroja el evangelio sobre ese mar embravecido. Deja que Dios endulce las aguas en vez de deshacerse de ellas. Entrégale la situación a Él y satura tu mente con las Escrituras.
Hubo días en los que mi preciosa amiga caminaba alrededor de su casa gritando partes de la Escritura porque ella estaba desesperada por creer en ellas. Dios no nos prometió un hogar en la «avenida fácil» de este lado del cielo.
Puede haber temporadas en las que nos encontremos en Mara, muriendo de sed y rodeadas de aguas amargas. Pero, no es porque Dios sea antipático; es para ayudarnos a ver que nuestro Dios puede hacer dulces incluso las cosas amargas.
Tenemos la tendencia de esperar y orar para que Dios parta las aguas y que nos dé nuevas circunstancias, pero a veces el mayor milagro es encontrar que el agua amarga sí es bebible porque Dios aún es bueno. El evangelio es verdad. Jesús aún está aquí.
No hay nadie como nuestro Dios. Algunas veces va a partir las aguas, y otras simplemente las hará bebibles, pero, de cualquier manera, si nos aferramos a Jesús, experimentaremos la mano fiel de Dios.
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