Por: Laura Elliot
Mis dos hijos mayores y yo nos sentamos alrededor de la mesa en la cocina mientras la nieve caía en el bosque al norte de Michigan. El fuego crepitaba en la estufa de leña, un alivio muy merecido, considerando las 209 pulgadas de nieve que habían caído en febrero de ese año. Mientras mis dos hijos menores tomaban la siesta, los mayores y yo nos trasladamos lejos de nuestra casita en el bosque, hacia una tierra en cruel contraste con nuestro nevado entorno.
Hacía calor. Era hostil. Como parte de nuestro currículo de escuela en el hogar, nos encontramos en Birmania visitando a Adoniram Judson, a través de las páginas del libro Adoniram Judson: Un hombre de Dios en Birmania.
Eso fue hace ocho años, y este invierno una vez me he trasladado desde mi casa en la helada Minnesota hasta las costas extranjeras de la distante Birmania. Como ya habíamos visitado a Adoniram, en esta ocasión mi meta era familiarizarme con Ann a través de las páginas de la biografía escrita por Sharon James, Ann Judson: La vida de una misionera para Birmania.
Años atrás mis hijos encontraron un héroe en Adoniram –un hombre de fe sólida como la roca, que perseveró a través de incontables obstáculos, eventualmente entregando su vida para llevar el Evangelio a Birmania (hoy Myanmar). Durante las semanas que pasé con Ann, conocí a una heroína. Sí, pero aún más, encontré a una amiga, una hermana con una clase de fe tipo Hebreos 11.
Con su andar, ella nos ha marcado un sendero resplandeciente con su devoción a Cristo, amor por su esposo y pasión por la gente en cada paso que daba. Pero ¿dónde comenzó todo? ¿Qué ocurrió que esta joven miembro de la alta sociedad de la Nueva Inglaterra del siglo XIX se convirtió en una pionera como misionera? Quisiera presentarte a mi amiga Ann. Me siento tentada a hacer una lista de un montón de fechas y de hechos reales –tipo introducción en piloto automático. Pero conforme he llegado a conocer a la señora Judson, he notado que el camino a su corazón es a través de sus propias palabras, muchas de las cuales se han compilado maravillosamente en el libro antes mencionado. Queridas amigas, les presento a Ann Hasseltine Judson.
Aquellos primeros años, el enamoramiento
“En un principio, fui enseñada por mi madre” escribe Ann, acerca de los primeros años de su vida, “… la importancia de abstenerse de los vicios en que tienden a caer los niños … también me enseñó que, si era una buena niña, al morir escaparía del temido infierno, lo cual en ocasiones me llenaba de sobresalto y terror. Por lo tanto, hice un esfuerzo muy consciente de evitar los pecados ya mencionados, de decir mis oraciones en la noche y en la mañana; y abstenerme de mis usuales juegos en el Sabbat, sin albergar duda alguna de que tal conducta me aseguraría mi salvación.”
Confiando que su “buena conducta” le aseguraba su entrada a los cielos, Ann disfrutó de una niñez feliz, consentida por su amorosa familia en Bradford, Massachusetts. El hogar de los Hasseltine era un centro de actividad social y los años de la adolescencia de Ann estuvieron salpicados con frecuente asistencia a fiestas y bailes.
Al abandonar las inclinaciones religiosas de su niñez, Ann comentó más adelante que en sus años de adolescencia, “rápidamente me dirigía hacia el borde de la ruina eterna… relacionándome con personas salvajes e inestables como yo, considerándome frecuentemente una de las criaturas más felices sobre la tierra.”
Cautivada por Cristo
Sin embargo, Dios no estaba conforme con dejar a Ann en su hueca “felicidad” y estaba a punto de apoderarse de su corazón. Después de un periodo de meses de vacilación entre el placer y la culpa, buenas obras y pecado, Ann se encontró a sí misma ahí, en ese lugar donde tantas historias de nueva vida comienzan:
“Me sentía una pobre y perdida pecadora, destituida de todo aquello que me encomendara al favor divino; consciente de que, por naturaleza estaba inclinada a toda maldad; y que había sido solamente la misericordia soberana y no mi propia bondad, la que me había restringido de cometer los crímenes más desvergonzados. Esta opinión de mí misma me humilló en el polvo, me quebrantó con dolor y contrición por mis pecados, me llevó a rendir mi alma a los pies de Cristo y rogar solamente por Sus méritos, como el fundamento para ser aceptada”.
Efectivamente, Ann quedó sumergida en su conversión. “Ahora el amor redentor… era su tema” fue la observación de una amiga. “Podías pasar días con ella sin oírla hablar de ningún otro tema”. Es muy probable que haya sido precisamente esa cualidad lo que provocó que el incipiente misionero Adoniram Judson se fijara en Ann durante una comida celebrada en su casa justamente el día en que él fue comisionado a las misiones por la Iglesia Congregacional. Apenas un mes después, el señor Judson escribió una carta a su futuro suegro, preguntándole si daría su “consentimiento para dejarle compartir con su hija la siguiente primavera, para no volver a verla en este mundo”.
Adoniram había calculado el costo de su misión y había detallado los riesgos para su querida amiga y sus padres. El señor y señora Hasseltine dejaron la decisión en manos de Ann. Después de mucha consideración, ella escribió su respuesta:
“¡Oh!, que [Cristo] me conceda ser útil para promover Su reino, que no me preocupe dónde llevar a cabo Su obra, ni lo difícil que pueda ser. He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo de acuerdo a Tu palabra”.
El matrimonio, la misión
Adoniram y Ann se casaron el 5 de febrero de 1812. Ese mismo día se llevó a cabo un servicio de despedida para los Judsons y para los recién casados amigos de la pareja, Samuel y Harriet Newell, compañeros misioneros. Ese día Ann dio un paso de fe y comenzó una travesía que, estaba segura, terminaría con la muerte. El 22 de febrero, camino a Calcuta, ella escribió:
“¡Oh! que mi corazón viva cerca de Dios y le sirva fielmente. No necesito nada sino una piedad apasionada. Debo sentirme feliz considerando que, ante el sacrificio de haber dejado mi tierra natal y la casa de mi padre, el reino de Cristo será promovido. Que mi gran objetivo sea el vivir una vida santa, útil y prepararme para morir una muerte tranquila”.
Ann pasó el resto de sus años haciendo precisamente eso. Cualquier intento de detallar en este espacio, el alcance y la importancia del ministerio de los Judson sería una tarea imposible –un intento de pintar una obra maestra con el débil golpe de un pincel. Pero en los breves catorce años que el Soberano Señor permitió, Ann pudo lograr muchísimo:
-Enseñó y compartió el evangelio en Birmania, lo cual resultó en muchas almas convertidas, así como la obra de traducción en birmano y tailandés.
-Incansablemente presionó a los oficiales de gobierno y la realeza por la liberación de su esposo de la prisión, así como procurar una mejoría en sus condiciones mientras permanecía en la cárcel, caminaba kilómetros diariamente en medio del calor abrasador, para llevarle alimentos y ciertos recursos de comodidad a Adoniram y a otros prisioneros.
-Escribió al Imperio Birmano Un Recuento de la Misión Bautista Americana, que fue ampliamente distribuido en los Estados Unidos y en Inglaterra, provocando un enorme interés en, así como contribuciones con fondos para, las misiones en el extranjero.
-Avanzó y abogó por la educación de las mujeres, enseñando a las mujeres a leer y a escribir; y comenzando escuelas para mujeres en todos los lugares a donde la llevaran sus viajes.
Logró todo esto al mismo tiempo que padecía bajo terrible presión, aguantando condiciones muy difíciles. Sufrió constantemente de serias enfermedades (incluyendo fiebre maculosa y viruela) desde el momento que se embarcaron hasta el momento en que ella murió. Ann soportó el indecible dolor de la pérdida de dos hijos; el tercero la sobrevivió solamente por seis meses. Enfrentó largos periodos de separación de su amado “señor J” y aunque sí volvió a ver a su familia americana una vez más mientras recibía tratamiento médico en los Estados Unidos, ella voluntariamente rindió sus afectos, así como toda comodidad terrenal para regresar a la obra en Birmania. Sin embargo, en una de sus últimas cartas escrita a una amiga, dice –“¡Oh!, cuánto le debemos a la bondad de ese bondadoso Ser que nos ha enviado Su misericordia mezclada con todas nuestras aflicciones”. Ella había considerado el costo y estaba lista para pagar el precio por Cristo, por su esposo, por Birmania.
Y pagó el precio. Ann murió el 24 de octubre de 1826 a la edad de treinta y siete años después de contraer otro brote de la fiebre maculosa una vez más, una “enfermedad tropical” ahora conocida como meningitis espinal cerebral. Después de la muerte de Ann, Adoniram atravesó un periodo de profunda depresión, pero continuó ministrando en Birmania por otros veinticuatro años antes de morir en 1850. Durante ese tiempo, se casó y enterró a otras dos esposas, Sarah y Emily, cada una de las cuales había sido inspirada a dedicarse a las misiones al leer los escritos de su heroína: la señora Ann Hasseltine Judson.
El Camino que ella hizo resplandecer
Bueno, hemos conocido a nuestra querida hermana en la fe, pero apenas pudimos tener un atisbo superficial de su historia bañada de gracia. Nada de lo que diga será suficiente para animarte a leer los detalles de la obra de Ann y Adoniram en Birmania. Y al hacerlo, estemos atentas por lo que podamos recoger de la cosecha de su labor.
1. Nuestra travesía hacia la eternidad, hacia la muerte, es una bendición que debemos contemplar en lugar de un medio hacia un temido final. Desde el momento de su conversión, Ann se lanzó con intrépido abandono hacia cualquier cosa que Dios tuviera para ella. “Ni uno de los cabellos de nuestra cabeza pueden ser heridos” escribió, “sin el permiso de Aquél cuyo precioso Nombre daremos a conocer”. Podemos abandonarnos en Dios ante cualquier cosa que Él tenga para nosotras, confiadas en Su cuidado aun de cada cabello.
2. Entregar todo lo que tenemos es un llamado alto y noble, dando gracia sobre gracia sobre gracia. Beber de la copa del sufrimiento una y otra y otra y otra vez es un llamado digno y alto. En el matrimonio o en las misiones, en el servicio y en el sufrimiento, es nuestro gran privilegio dar todo lo que tenemos para que Dios sea glorificado.
3. Debemos compartir nuestro mensaje. El drama de Ann y su corazón era que las mujeres de Birmania fueran educadas –que pudieran leer, escribir, pensar y usar sus mentes para aplicar las verdades bíblicas a su vida. La mayoría de nosotras vive en comunidades llenas de mujeres educadas, sin embargo, muchas de ellas, aún dentro de nuestras iglesias, son bíblicamente analfabetas. El corazón del Movimiento de Mujer Verdadera es ver a las mujeres experimentar libertad, plenitud y una vida abundante en Cristo. ¿No le encantaría a Ann vernos vencer en esa causa?
Voy a cerrar con un fragmento de la súplica de Ann, su “Discurso a las Damas en América.” Mi oración es que vivamos nuestra misión con un fervor que honre a esta gran heroína de la fe y a su Señor:
¿Vamos a sentarnos en indolencia y comodidad, complaciéndonos con aquellos lujos que nos rodean y que nuestro país tan abundantemente provee, mientras dejamos que seres humanos de carne y sangre, intelecto y sentimiento, como los nuestros y de nuestro mismo sexo, perezcan, y se hundan en la miseria eterna? ¡No! Debido a todos los sentimientos de sensibilidad a que la mente femenina es susceptible, por todos los privilegios y bendiciones que resultan de cultivar y expandir la mente humana, por nuestro deber hacia Dios y a nuestro prójimo y por la sangre y gemidos de Aquél que murió en el Calvario, hagamos un esfuerzo unidas, llamemos a todas, jóvenes y mayores en nuestro círculo de influencia, a unirse en un esfuerzo por mejorar la situación, por instruir, alumbrar y salvar a las mujeres del mundo oriental; y aunque el tiempo y las circunstancias demuestren que nuestro extremo esfuerzo haya sido infructuoso, aun así, escaparemos del amargo pensamiento de que las mujeres birmanas se han perdido sin que hayamos hecho siquiera el más mínimo esfuerzo por evitar su ruina.
¡Ahora es el tiempo de que consideremos el costo! ¿Estamos dispuestas a pagar el precio para llevar el mensaje del Evangelio y de la feminidad bíblica a las mujeres en nuestro “campo misionero”? ¡Oh, que así sea!
¿Quieres aprender más sobre la vida de Ann Judson? Te recomendamos la biografía: Ann Judson: A Missionary Life for Burma escrita por Sharon James.
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