Sirviendo con esperanza: cómo apoyar a mujeres que oran por la salvación de sus esposos

Nota de la editora: Como mujeres que servimos en la iglesia, ya sea como esposas de pastor, maestras o mentoras, nos encontramos muchas veces acompañando a hermanas que enfrentan situaciones difíciles en sus matrimonios. Uno de los retos más comunes es cuando una esposa creyente lucha con el deseo de ver a su esposo entregar su vida a Cristo. Este es un tema delicado que puede traer consigo frustración, soledad y un profundo anhelo por la salvación de su esposo.

El testimonio que compartimos aquí es el reflejo de una de esas historias. Como maestras que sirven a otras mujeres, este tipo de contenido puede ser utilizado para:

  • Abrir espacios de conversación sobre cómo apoyar a mujeres con esposos no creyentes, generando empatía y comprensión.
  • Recordar la importancia de la paciencia y el amor incondicional, dejando que Dios obre en Su tiempo.
  • Guiar en la oración de intercesión por los esposos y matrimonios que atraviesan estas dificultades.

Este relato nos recuerda que no estamos solas en estas pruebas y que el llamado de Dios para nosotras es amar, orar y caminar junto a quienes lo necesitan, confiando en que Él tiene el control.

He repetido esta escena en mi mente 10,000 veces: Mi esposo, Barry, entra por la puerta y me dice que tiene una sorpresa para mí. Me pregunta: «¿Qué es lo que más deseas en el mundo?». Al principio estoy confundida, pero cuando lo miro a los ojos, lo sé. No tiene que decirlo, pero lo dice: «He entregado mi vida a Cristo».

Pero después de años de orar, esperar y tener esperanzas, hasta ahora eso sigue siendo un sueño.

Barry y yo nos conocimos y nos casamos hace 24 años. Fue algo improvisado: a él le gustaba mi cabello rojo y mis ojos verdes; a mí me gustaban sus hombros anchos y su sentido del humor; además, era fácil hablar con él. Como no éramos creyentes, ninguno de los dos tenía ni idea de cuál sería nuestro futuro. Sólo pensábamos que una vida juntos sería un éxito, lo último en lo que pensábamos era en una relación con Cristo.

Nuestros primeros tres años de matrimonio estuvieron llenos de fiestas, softball y el nacimiento de nuestra primera hija; entonces, casi sin previo aviso, Dios me atrajo hacia una relación consigo mismo. Después de escuchar a algunos cristianos en la oficina donde trabajaba hablar sobre el cielo, empecé a hacer preguntas. Aunque había ido a la iglesia de niña, no sabía nada de la Biblia ni de la salvación. Entonces, un día tras una larga charla con Rita, una de mis compañeras de trabajo, oré una sencilla oración: «¡Jesús sálvame!». Esa oración cambió para siempre mi vida, y mi matrimonio tal como lo conocía.

Por desgracia para Barry, desde el principio fui una de esas insoportables «locas por Jesús». No compartí mi nueva fe con mi esposo; lo presioné, lo forcé y lo empujé. Créeme, escribí el manual de cómo no ganar a tu cónyuge para Cristo. No hablé, prediqué; no vivía mi fe en silencio, pregonaba cada minuto de mi cambio. Decía: «¿Ves lo que Dios ha hecho en mi vida? ¿Ven lo cariñosa y humilde que soy ahora?». Oraba en voz alta en presencia de Barry y me aseguraba de que supiera que era un pecador destinado al infierno. Incluso le llevaba folletos evangélicos en el almuerzo y añadía un versículo bíblico al final de todas las notas de amor que le enviaba.

Barry tuvo una paciencia increíble. (La mayoría de las veces evitaba mis ataques religiosos retocando/arreglando nuestro automóvil. A veces, sin embargo, se enfadaba y gritaba: «¡Déjate de cosas de Jesús!». Barry me dijo que tiraba los folletos evangélicos porque lo avergonzaban delante de sus amigos, de vez en cuando ponía cara de dolor y decía que quería recuperar a su «antigua esposa», sin Jesús.

Pronto nos peleamos, yo culpaba de todos y cada uno de nuestros problemas matrimoniales a que él no era salvo. Después de todo, si ambos fuéramos cristianos, la vida sería «feliz para siempre». O eso me imaginaba, me esforcé aún más: ponía a todo volumen mi música cristiana y esparcía Biblias abiertas por toda la casa; lloraba y le suplicaba que fuera a la iglesia conmigo.

A veces, Barry iba, pero en lugar de disfrutar de él a mi lado en la iglesia, me sentaba allí mordiéndome nerviosamente la punta del bolígrafo, orando locamente para que aquel fuera el día. Después, le preguntaba en el auto: «¿Qué te pareció el sermón? ¿Te ha gustado la música?».

«Estuvo bien», decía. «¿Tenemos pavo en casa para un sándwich?».

El resto del viaje de vuelta a casa, me sentaba y luchaba contra las lágrimas o las palabras de rabia. ¿Por qué no podía ver su necesidad de Cristo? Me quejaba. Entonces Barry, sintiendo mi decepción, me daba una palmadita en el hombro y me decía: «Mira, yo creo en Dios, pero no de la misma manera que tú». Esa no era la respuesta que yo quería oír.

Entonces ocurrió algo inesperado. Estaba leyendo un libro sobre la oración de intercesión cuando tuve una revelación repentina. Me dije: «¡Ya está! Voy a orar por Barry durante los próximos 80 años, si es necesario y voy a amarlo. Y punto».

Hace ya 21 años, y sigo orando por él y amándolo, pero ya no estoy suspirando aislada y ensimismada esperando desesperadamente que la salvación de mi marido traiga la plenitud matrimonial. En lugar de eso, he decidido que si tarda 80 años, quiero que esos años sean lo más agradables posible para los dos, a pesar de nuestras diferencias espirituales. Cuando llegué a la fe en Cristo y Barry no, pensé que Dios había cometido un gran error, después de todo, dos siguiendo a Dios juntos tenía más sentido que uno, pero ahora sé que Dios nunca se equivoca. Como yo era incrédula cuando nos casamos, no había desobedecido a Dios voluntariamente al casarme con Barry, mi situación es un designio soberano de Dios. Recordármelo a mí misma me permite relajar mi asfixia espiritual sobre Barry.

A mi modo de ver, Dios tiene un plan para cada vida, y por mucho que lo intente, no puedo transformar el corazón de otra persona; no puedo obligar, convencer o suplicar a mi esposo para que sea cristiano, de hecho, cuando lo intento, solo consigo que se aleje, a veces de forma literal. Si empiezo a regañarlo, se sube a su camioneta y conduce durante horas.

Hace tiempo que decidí aceptar que es tarea de Dios cambiar los corazones. Esa decisión me libera para seguir mi relación con Dios sin la carga añadida de tener que llevar a mi marido a la fe, todo lo que tengo que hacer es amarlo y disfrutarlo. Ese es el plan de Dios para mí, y Él me da toda la gracia que necesito para lograrlo.

Eso no significa que a veces no me sienta sola o que lo haga todo bien. El otro día agarré a Barry por la camisa y le grité: «¿No ves a Cristo en mí?». Sorprendido por la ironía de la pregunta, se echó a reír y, para mi sorpresa, dijo que sí. Me ayuda recordar que Barry no es mi enemigo; es mi esposo. Soy tan pecadora como él, tal vez más porque tengo el poder de decir «no» al pecado y a menudo no lo hago.

No entiendo por qué Dios hace lo que hace. Tenemos dos hijas que no tienen el modelo de un esposo y padre cristiano. Solía preocuparme por eso, sin embargo, cada una de ellas entregó su vida a Cristo en edad preescolar. Alison, ahora casada, vive su fe con un esposo creyente; mientras que Laura está pasando por una época de rebelión adolescente, pero incluso eso está en manos de Dios. Como se evidencia a lo largo de la Biblia, Dios tiene la costumbre de salvar familias, eso me da una gran esperanza.

Aun así, a veces me desanimo; a veces me siento en mi sillón marrón y me pregunto si Dios escucha siquiera mis oraciones o me siento en la iglesia y cuento las parejas y me duele porque pocos saben siquiera cómo es mi esposo, o escucho otro testimonio más sobre el esposo de otra persona que llega a la fe, y me pregunto por qué el mío todavía parece ajeno a su necesidad. Pero hay veces en las que Barry muestra más fe que yo; de hecho, es una broma que compartimos, yo soy la que dice que tiene fe, mientras que él es el que parece vivirla.

Siempre me dice: «¿Por qué te preocupas por las cosas? Dios siempre cuida de nosotros». Barry casi siempre sabe lo que hay que hacer cuando se trata de dirigir a nuestra familia. Creo que como Dios nos ve como una sola carne, mi esposo comparte mis bendiciones; porque Dios ha prometido guiarme, guía también a mi esposo. No tengo que preocuparme, Dios tiene el control.

La verdad es que puede que nunca vea a Barry caminar por el pasillo de una iglesia, pero no importa; tengo la esperanza de verle caminar por el cielo. Mientras tanto, vivo mi vida como un regalo, uno que nunca habría elegido, pero que he llegado a aceptar con gratitud. Sé que viene de la mano de un Dios amoroso que solo da lo mejor a Sus hijos.

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