Cuando un mal pronóstico de salud le da gloria a Dios

La película «Un amor inquebrantable» de 2019 contaba una historia real del amor y las oraciones de una madre frente a probabilidades imposibles. El anuncio decía: «Cuando John, el hijo adoptivo de Joyce Smith, cae por un lago helado de Misuri, toda esperanza parece perdida». La película capturaba las oraciones implacables y desesperadas de una madre para que su hijo viviera. La escalofriante respuesta a esas peticiones dejó a los espectadores ahogados en lágrimas de alegría.

¿Y si su hijo hubiera muerto? ¿Cómo se desarrollaría esa historia en la pantalla grande? ¿Seguiríamos llamándola «inspiradora»?

En septiembre de 2013, tres días después de la operación a corazón abierto de mi marido Jim, vi con horror cómo su ritmo cardíaco caía en picada de sesenta a cero en menos de un minuto. Mientras las enfermeras entraban corriendo, empecé a orar: «No, Dios, no. Ahora no, él no».

Lejos del «hágase tu voluntad», era todo lo que tenía.

La siguiente operación de urgencia no salió bien. Los brillantes ojos azules de Jim se oscurecieron y sus manos se hincharon tanto que apenas podía estrecharlas entre las mías. En mis veinticinco años como enfermera especializada en problemas cardiacos, solo había visto a dos pacientes sobrevivir a circunstancias similares. Cuando se recuperaron, sus familiares nos recordaron nuestras sombrías predicciones. Encantada de haberme equivocado, los abracé y me alegré de la bondad de Dios.

Aquellos momentos felices rondaban mi cerebro mientras miraba fijamente las máquinas que mantenían con vida a Jim. ¿Sería el tercer paciente al que vería sobrevivir a esas adversidades? La parte médica de mi cerebro planeaba un funeral, mientras que la parte de fe oraba por un milagro. Nunca creí que el plan de Dios tras el paro cardíaco de Jim fuera curarle, pero tampoco dudé nunca de la capacidad del Señor para hacerlo. El poder salvador de Dios no dependía de mi fe, ni de la sustancia de mis débiles oraciones, pero pronto aprendí que no todo el mundo veía mis circunstancias como yo.

La noticia del fallo cardiaco de Jim llegó a mucha gente pocas horas después de su operación. La mayoría de nuestros amigos me enviaron mensajes de texto asegurándome su amor y ofreciéndome versículos bíblicos de consuelo. Otros vinieron al hospital. Pero algunos tenían una angustia peculiar y me pedían que diera un «paso de fe» para salvar a mi marido.

«Vete a casa», decía un correo. «Prepárate para el regreso de Jim. Dios verá tu fe y lo sanará».

Un amigo envió un mensaje de texto: «Consigue a toda la gente que puedas para que oren por su curación total. La oración cambia las cosas, pero depende de ti».

Mi fe se mezcló con la confusión. Cuando quedó claro que mi oración no estaba teniendo los resultados que yo esperaba, pasé a las preguntas. «Dios, ¿qué estás haciendo? ¿Cómo puede algo de esto darte gloria?».

Llenamos la sala de espera y oramos. Pero a pesar de todas las oraciones y la fe que reunimos, Jim murió. Las palabras de mi amigo retumbaron en mi cerebro: «la oración cambia las cosas, pero depende de ti». ¿No teníamos suficiente fe en Dios para que obrara?

Parecía posible, sobre todo cuando repasaba mis conversaciones con Dios de los últimos días. En los momentos más oscuros, el consejo bien intencionado de mis amigos de tener más fe me dejó con una carga de culpa tan aplastante como el propio dolor.

Una herejía sutil y cómoda

Antes de la operación de Jim te habría dicho con toda confianza que nadie en mis círculos cristianos creía en el evangelio de la prosperidad. La mayoría de mis amigos reconocerían fácilmente la falsa enseñanza del evangelio de la prosperidad, aun así, las exhortaciones a creer que la voluntad de Dios para Jim debía ser la curación física y la sutil insinuación de que mi fe podía cambiar Su providencia, me sonaban dolorosamente familiares.

Las herejías son una distorsión de la verdad. Aunque podemos rechazarlas categóricamente como falsas, a veces las abrazamos emocionalmente porque apelan a nuestro deseo de comodidad y control. El engaño es el núcleo de la herejía, la Palabra nos dice que somos fáciles de engañar. Esto puede ser especialmente cierto cuando nos enfrentamos a un diagnóstico fatal o miramos fijamente el monitor conectado al corazón de nuestro marido.

Que quede claro: las oraciones de los justos logran mucho (Stg. 5:16). Pero, por razones que solo conoce un Dios santo, muchos mueren incluso cuando esas fervientes oraciones ascienden al trono celestial. ¿Por qué unos viven y otros mueren?

Esta pregunta se plantea en «un amor inquebrantable» que sabiamente no ofrece respuestas claras. Después de todo, ¿no hay preguntas que son más grandes de lo que nuestra mente puede abarcar?

Job confesó a Dios: «Por tanto, he declarado lo que no comprendía, cosas demasiado maravillosas para mí, que yo no sabía». (Job 42:3). Dios nunca ofrece a Job una explicación sobre su sufrimiento. En lugar de una respuesta al porqué, Dios le ofreció el quién: A Sí mismo.

Cuando Nabucodonosor amenazó con meter a los amigos de Daniel en un horno de fuego si no se inclinaban ante su imagen tallada, ellos respondieron: «Ciertamente nuestro Dios a quien servimos puede librarnos del horno de fuego ardiente. Y de su mano, oh rey, nos librará. Pero si no lo hace, ha de saber, oh rey, que no serviremos a sus dioses ni adoraremos la estatua de oro que ha levantado» (Daniel 3:17-18).

Pero si no, punto final. Ellos reconocieron que la voluntad del Señor no siempre es la liberación, ya sea de un rey enfadado o de una enfermedad mortal. Oramos con fe, confiando en Dios, independientemente del resultado.

Elisabeth Elliot dijo: «Hágase Tu voluntad. Debo estar dispuesta, si la respuesta lo requiere, a que se deshaga mi voluntad». Las oraciones no están diseñadas para cambiar el corazón de Dios, sino para cambiar el nuestro. Me llevó algún tiempo, pero pasé de orar «No, él no» a «Hágase Tu voluntad».

Hay otro tipo de fe que Dios ve y honra. Es la que puede decir: «Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna», mientras miraba la lápida de mi marido.

Hasta que nos volvamos a ver, mi amor.

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Sobre el autor

Gaye Clark

Gaye Clark trabaja como enfermera cardíaca en Augusta, Georgia, es corresponsal a tiempo parcial de la revista WORLD y directora de iniciativas femeninas de Servants of Grace. También es voluntaria en iCare, una organización cristiana que provee ayuda para víctimas … leer más …


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