El primer versículo de la Biblia dice lo siguiente: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra» (Gn. 1:1). Lo hizo en sólo seis días, y la obra culminó con la creación del hombre y de la mujer—Adán y Eva. Dios los creó a Su imagen y semejanza. Los bendijo (Gn. 1:27-28) y los colocó en Eden. En la perfección Dios vivió con el hombre y el hombre vivió con Dios.
Y el resto es historia, ¿verdad? Pues sí, es historia, pero como cualquiera de nosotras podemos atestiguar, la vida no quedó así.
Adán y Eva fueron tentados por la serpiente, que se «llama diablo y Satanás, el cual engaña al mundo entero» (Ap. 12:9), y desobedecieron a Dios. Y a través de un acto de desobediencia aparentemente inofensivo, el pecado entró en el mundo y la muerte por el pecado. (Ro. 5:12).
Instantáneamente se convirtió en un lugar caído, atado a la corrupción y dolor y maldad, separado de Dios. El Edén ya no era un paraíso, sino una perversión de todo lo que la humanidad pretendía: la gloria de Dios, la presencia de Dios, la justa y santa voluntad de Dios.
¿Qué haría Dios ahora? ¿Gritarles? ¿Darles la espalda? ¿Los dejaría en el olvido?
Dios los colmó de compasión
Por misericordia y gracia, Dios llamó a Adán y Eva: «¿Dónde estás tú?» (Gn.3:9), aunque en Su soberanía, Él sabía exactamente dónde estaban, se estaban escondiendo. Sin embargo, Dios no se limitó a maldecir a Adán o a Eva por su error revolucionario y se alejó. Por el contrario, los vistió y en un pronunciamiento final a la serpiente, les dio una promesa de la profundidad de Su gran amor.
«Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; esta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar» (Gn. 3:15).
Antes que Dios hablara con Adán y Eva de las consecuencias de sus acciones (maleza, luchas, dolores y sufrimiento), habló de esperanza. La simiente de una mujer algún día heriría la cabeza de la serpiente. ¿Pero cuándo? ¿Y cómo? ¿Y quién?
Seguro que reflexionaban a menudo sobre estas cuestiones. El Mesías no fue revelado abiertamente; en lugar de eso, la promesa de Su venida fue transmitida y creída de generación en generación por Su Palabra.
Fíjate en la declaración de Eva al nacer su primogénito, Caín: «He adquirido varón con la ayuda del Señor» (Gn. 4:1). ¡Un hombre! ¡Una simiente! ¿Este podría ser Él?
Sin embargo, Caín también cayó en pecado y asesinó a su hermano Abel. Entonces Dios bendijo a Eva con otro hijo, Set, del que declara: «Dios me ha dado otro hijo» (v. 25).
Nuestro Dios de compasión da esperanza
Set, sin embargo, no era el hombre que podría redimirla. Pero el hilo de este misterioso Redentor que Dios había prometido continuó a través de su línea familiar hasta Noé, quien fue un hombre justo como ningún otro en su época. Dios se afligió por la infestación del pecado en el mundo y decidió limpiar la faz de la tierra con un diluvio mundial, salvando solamente a Noé y su familia y a dos animales de cada clase en un arca.
Después de este acontecimiento catastrófico, Dios les dice a los tres hijos de Noé, Sem, Cam y Jafet: «Sean fecundos y multiplíquense, y llenen la tierra» (Gn. 9:1). En otras palabras, ¡tengan muchos bebés y dispérsense! Pero como es propio del hombre pecador, sus descendientes no siguieron el decreto de Dios y, en cambio, procuraron quedarse en una sola ciudad.
Así que, Dios mismo los dispersó mezclando sus lenguas. Entonces Dios llamó a un hombre del linaje de Sem, Noé y Set: Abram, cuyo nombre fue cambiado más tarde por el de Abraham, diciéndole que dejara su país y su pueblo y se fuera a la tierra que Dios le mostraría. Dios prometió hacer de Abraham una gran nación y bendecir a todas las familias de la tierra a través de él. ¿Cómo? Con el Mesías, la simiente de la mujer, ¡el que prometió aplastar a la serpiente!
La gran compasión de Dios seguía obrando
Isaac nació de Abraham a los 100 años de edad, e Isaac fue padre de dos niños gemelos, Jacob y Esaú. Dios eligió a Jacob para que llevara la promesa de liberación y bendición futura. Con el tiempo, Jacob tuvo doce hijos, que se convirtieron en las doce tribus de la nación de Israel. Debido a la hambruna y la soberanía de Dios (ver la historia de José en Génesis 37, 39-45), la creciente familia de Jacob buscó alimento y protección en la tierra de Egipto, donde se multiplicaron enormemente y se convirtieron en esclavos de Faraón.
En la opresión, el pueblo de Israel clamó a Dios y Dios los escuchó y envió a Moisés, el libertador elegido por Dios, para rescatarlos y sacarlos de Egipto y llevarlos a Él. (Era una micro-imagen de un plan más grande que Dios estaba tejiendo lentamente a través de la historia: nuestra propia salvación).
Diez plagas después (ver Éxodo 7-12), con los falsos dioses de Egipto conquistados por el verdadero Dios de la creación, Moisés dirigió a los israelitas, cargados de un botín, fuera de Egipto y al desierto. Ahí Dios habló directamente al pueblo, dándoles los Diez Mandamientos y las leyes que debían cumplir.
Él sería su Dios y ellos serian Su pueblo. Sin embargo, fracasaron desde el principio al fabricar y adorar un becerro de oro mientras Moisés recibía las instrucciones de Dios en la cima del monte Sinaí. Aun así, Moisés intercedió por el pueblo, al igual que Cristo lo hace por nosotras, y después de cuarenta años de vagar por el desierto, Dios permitió a Josué dirigir al pueblo a la Tierra Prometida, también conocida como la tierra de Canaán.
Es en este punto de la historia donde me gustaría decirles que el pueblo de Dios estaba agradecido con Él por haberles dado la tierra, pero, en cambio, fueron infieles (de nuevo).
Sin embargo, las misericordias de Dios son nuevas cada mañana
Una y otra vez Dios le dio a Su pueblo la oportunidad de reconocer su pecado y regresar a Él. Dios mandó a varios jueces para ayudar a Israel a retomar el camino correcto, pero no quisieron escuchar. En lugar de eso, le rogaron a Dios que les diera un rey. Seguramente ese era su problema (sin importar su incesante idolatría) necesitaban un rey como todos los demás.
Los primeros reyes fueron Saúl, luego David (quien escribió muchos de los salmos), y luego el hijo de David, Salomón. Salomón fue el hombre más sabio que jamás haya vivido, pero no siguió del todo al Señor, y por lo tanto, tampoco lo hicieron sus hijos.
Surgió una división, el reino se dividió en dos. El territorio del norte pasó a llamarse Israel, y el territorio del sur pasó a llamarse Judá (que incluyó a Jerusalén). Esta división causó que emergieran dos líneas diferentes de reyes. Tanto el reino del norte como el del sur se alejaron de Dios al adorar dioses falsos de otras naciones.
Pero Dios continuó siendo paciente con Su pueblo y mandó a muchos profetas para advertirles de un juicio venidero si los israelitas no se apartaban de sus malos caminos. Por ejemplo, Isaías profetizó las palabras de Dios a los reyes Uzías, Jotam y Acaz, y a Ezequías en Judá, mientras que Elías y Eliseo profetizaron a los reyes de Israel. El profeta Jeremías tomó su turno en Judá, luego el profeta Ezequiel, y luego otro profeta y otro, y así sucesivamente. Sin embargo, los israelitas tampoco escuchaban a los profetas.
Así como no escucharían a Dios
Así que el Señor, fiel a Su Palabra, envió el juicio a Su pueblo por medio de sus enemigos. Los asirios se apoderaron del reino del Norte en 722 a.C. y los babilonios se apoderaron del reino del Sur en 586 a.C. Después de setenta años de exilio, a los judíos, dirigidos por Esdras y Nehemías, se les permitió regresar a su tierra natal para comenzar el proceso de reconstrucción. Permanecieron bajo fuertes impuestos por los reyes persas. Eventualmente, los griegos, dirigidos por Alejandro Magno, conquistaron a los persas. Y después los judíos fueron gobernados por el notorio imperio romano.
Y así, los efectos devastadores del pecado continuaron enredándose en cada generación de la humanidad, pero al mismo tiempo, también lo hizo el amor eterno de Dios. Dios nunca se retractó de Su promesa de enviar un derrotador de la serpiente para rescatarlos. Él fielmente entretejió Su promesa a Eva a través de las vidas de Abram, Isaac, Jacob y el rey David.
Dios había prometido a David: «…levantaré a tu descendiente después de ti, el cual saldrá de tus entrañas, y estableceré su reino….y [É]l será hijo para Mí….tu trono será establecido para siempre» (2 Sam. 7:12-17). Esta era otra promesa para el pueblo de Dios y otra pieza del rompecabezas.
Después de años de silencio por parte de Dios, Su promesa se cumplió con el nacimiento del propio hijo de Dios, Jesucristo, cuando los israelitas menos lo esperaban, en la bulliciosa y a la vez dormida ciudad de Belén. Por fin, la simiente de la mujer, nacida de Dios y no a través del hombre, enviada por Dios a causa del pecado del hombre, agració este mundo con Su presencia y las huestes del cielo cantaron.
Y así, «El verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros» (Jn. 1:14), para que Cristo pudiera morir entre nosotros, ofreciendo Su propia sangre como propiciación del pecado de Adán y el nuestro. Él aplastó la cabeza de la serpiente:
A través de la muerte, Él anuló a aquel que tenía el poder de la muerte, es decir, el diablo, y liberó a los que por el temor a la muerte, estaban sujetos a esclavitud durante toda la vida (Heb. 2:14-15).
Esa, amiga mía, es la historia del Antiguo Testamento y la gran compasión de Dios que nunca cesó, aunque el pecado del hombre continuó aumentando. Y hoy podemos decir que, por la obra de Cristo terminada en la cruz y por Su redención es que seguimos siendo objeto de la compasión abundante y eterna de Dios.
«Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su hijo unigénito, para que todo aquel que cree en Él, no se pierda, sino que tenga vida eterna». -Juan 3:16
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