Como maestras del ministerio de mujeres, esto nos sucede a menudo. Alguien se sienta frente a nosotras con lágrimas en los ojos mientras balbucea una sincera confesión de pecado.
Ya que somos personas heridas que viven en un planeta destrozado, no hay escasez de pecado. El pecado existe en la vida de todas las mujeres, incluidas las que participan en nuestras clases de escuela dominical, en nuestros estudios bíblicos para mujeres y en nuestros equipos. Es un privilegio escuchar a las mujeres confesar áreas de pecado y recordarles el perdón que Cristo extiende libremente. Nunca nos volvamos insensibles a eso.
Sin embargo, las maestras también somos pecadoras. Nuestra necesidad de confesar regularmente el pecado y buscar ayuda para huir de él es tan profunda como la necesidad de todas las mujeres a las que hemos aconsejado con las buenas nuevas de la gracia de Dios.
Así que, maestra, permíteme que te pregunte con valentía: ¿cuándo fue la última vez que confesaste tu pecado?
El precio del pecado no confesado.
El rey David era un líder y un pecador. El gran pecado que ocupa todos los titulares es su relación adúltera con Betsabé, seguido del asesinato de su esposo, seguido de un engaño. Sí, David sabía lo que era pecar. Estoy segura de que luchó con otros pecados menos ostentosos como el orgullo, la mentira y los chismes, al igual que el resto de nosotras.
David también nos muestra cómo es la confesión. Mira esta conversación entre David (el líder) y Natán (su mentor espiritual).
Entonces David dijo a Natán: «He pecado contra el Señor». Natán respondió: «Sí, pero el Señor te ha perdonado, y no morirás por este pecado. (2 Sam. 12:13).
¿Cuántas veces has estado en el lugar de Natán predicando el evangelio a una mujer que sabe que no ha cumplido con los estándares de santidad de Dios?
¿Cuántas veces te has encontrado en el lugar de David?
Al mismo tiempo que somos la persona pecadora más necesitada de gracia también somos esa persona santa llamada a recordar a los demás la verdad del evangelio.
Así que, maestra, permíteme que te pregunte con atrevimiento: ¿cuándo fue la última vez que confesaste tu pecado?
La razón por la que David pudo escribir estas palabras fue porque había experimentado el peso de su propio pecado y la ligereza de la confesión y el perdón:
«¡Cuán bienaventurado es aquel cuya transgresión es perdonada, cuyo pecado es cubierto! ¡Cuán bienaventurado es el hombre a quien el Señor no culpa de iniquidad, y en cuyo espíritu no hay engaño!» (Sal. 32:1-2).
También es la razón por la que él puede recordar, con claridad tangible, lo que sucede cuando nuestros pecados no se confiesan.
«Mientras callé mi pecado, mi cuerpo se consumió con mi gemir durante todo el día. Porque día y noche Tu mano pesaba sobre mí; Mi vitalidad se desvanecía con el calor del verano» (v. 3-4).
El pecado siempre tiene un efecto fulminante.
- La esperanza parece marchitarse.
- Los dones parecen disminuir.
- La firmeza se desvanece.
- La determinación flaquea.
- La paz se va.
No podemos enseñar bien en este estado marchito.
Hay otro riesgo en ignorar nuestro propio pecado. Mira Proverbios 28:13: «El que encubre sus pecados no prosperará, pero el que los confiesa y los abandona hallará misericordia».
El pecado impide el crecimiento del ministerio. Tú puedes planear eventos increíbles, organizar un sinnúmero de estudios bíblicos, tener un número récord de inscripciones para tu próximo retiro, pero si estás ocultando un pecado que es secreto, el crecimiento será insignificante (o inexistente). Regresa y mira lo que la Palabra de Dios dice después de la coma.
«…pero el que los confiesa y los abandona hallará misericordia».
El pecado entorpece. La confesión libera.
Lo sabemos. Lo enseñamos. Debemos vivirlo.
Con quién confesar
Reconozco que confesar nuestro pecado como maestras puede ser complicado. Aunque debemos tratar de ser maestras transparentes, algunos pecados como las actitudes y acciones hacia otras maestras dentro de la iglesia, no son aptos para los oídos del rebaño. Y hay una diferencia entre ser honestas sobre nuestro pecado como maestras y jugar públicamente al juego de «soy más mala que tú».
Entonces, ¿cómo podemos confesar bien nuestros pecados? Yo sugeriría tres pasos.
- Confiesa en forma privada
¿Tienes el hábito de acudir a Jesús en oración para confesar tus pecados?
La responsabilidad ministerial puede ser nuestro mayor obstáculo para la disciplina espiritual personal. Podemos ocuparnos tanto de orar por los demás que nuestro corazón nunca se dirige a nuestra propia necesidad de gracia. Cuando esto sucede, nuestro nivel de confianza se agotará y nos encontraremos en un estado de agotamiento.
Al comenzar cada nueva iniciativa o al iniciar una nueva semana de ministerio, ¿por qué no hacer un hábito de esta oración?:
«Escudríñame, oh Dios, y conoce mi corazón; Pruébame y conoce mis inquietudes. Y ve si hay en mí camino malo, Y guíame en el camino eterno» (Sal. 139:23-24).
- Confiesa con tus líderes
Tú sirves bajo la dirección de un equipo de liderazgo. Ese equipo no puede ayudarte con el pecado que ellos no conocen. Hay una diferencia entre desahogarse o sacar a relucir los trapitos sucios y acudir a los que tienen autoridad sobre ti con un corazón humilde, agobiada por tu pecado. No estoy abogando por las dos primeras, pero te animo firmemente a que encuentres una manera de hablar del pecado con aquellos con los que sirves.
¿Está el canal de comunicación lo suficientemente abierto entre tú y tu pastor o los ancianos para que puedas confesar el pecado cuando sea necesario? Si no es así, permíteme animarte con cariño a que te dirijas a los que están en el liderazgo sobre ti y les preguntes cómo abrir el diálogo.
- Confiesa ante tu equipo
A menudo me reúno con mi equipo y le pido al Señor que saque a la luz cualquier cosa que haya en nuestros corazones o en nuestros hogares que pueda interponerse en el camino de Su obra. Suelo decir (y lo digo en serio): «Señor, empieza por mí», porque sé, en el fondo de mis entrañas, que no puedo ser una maestra eficaz si no me tomo en serio mi propio pecado.
Jesús modeló magistralmente lo que significa ser un líder servicial. Como portadoras de Su imagen podemos modelar el servicio, pero también podemos mostrar el dolor por el pecado personal, especialmente entre aquellas que elegimos para dirigir junto a nosotras.
La Palabra de Dios nos anima tanto a confesar regularmente nuestro pecado al Señor (1 Juan 1:9) como a confesar humildemente nuestro pecado a los demás (Santiago 5:16). No hay ningún asterisco en ninguno de estos pasajes que exima a los que dirigen.
Seamos maestras que guíen al arrepentimiento.
Convirtámonos en defensoras de la confesión.
Seamos mujeres que hablan de la gracia, sabedoras que la necesitamos.
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