En los círculos cristianos se habla mucho acerca de la «comunidad», «amistad espiritual» y «crecer juntos». Parece que es algo que todos queremos en nuestras iglesias, y nos esforzamos en crearlo. Iniciamos programas y ofrecemos grupos para cada edad y etapas de la vida. Ofrecemos el mejor café los domingos en la mañana para que las personas se entretengan y hablen. Organizamos eventos y reuniones divertidas. Pero, ¿será realmente comunidad todo eso?
Comunidad cristiana
La comunidad es una idea de Dios. Él es una comunidad en sí mismo: Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. La comunidad trina ha existido por toda la eternidad; amándose, sirviéndose, exaltándose y glorificándose mutuamente dentro de la divinidad. Cuando Dios creó a la humanidad, eligió compartir esa comunidad con nosotros para que pudiéramos experimentar el amor y la comunión que Dios siempre ha conocido.
Génesis 1:26 nos dice que Dios creó a la humanidad a Su imagen. Una de las maneras en las que nos podemos imaginar cómo es Dios, es estando en comunidad con los demás. Es por esto que Dios dijo que una cosa faltaba en Su creación (Génesis 2:18). Él creó a Eva para que viviera en comunidad con Adán, y juntos reflejaran la comunidad trina. Y así lo hicieron, hasta que cayeron en pecado y rompieron la comunidad con Dios y entre ellos.
Jesús vino a redimirnos y a devolvernos la relación correcta con Dios y con los demás. A través de Su vida, muerte y resurrección, Jesús creó una nueva comunidad: la iglesia. Esta nueva comunidad está formada por los santos redimidos que, por la fe, son adoptados en la familia de Dios. La iglesia es una familia, y todas nosotras somos hijas de Dios, haciendo que las amistades que tenemos con otras mujeres en la iglesia sean aún más estrechas que las de una hermana. «Yo seré un padre para ustedes, y ustedes serán para Mí hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso» (2 Corintios 6:18).
La palabra griega koinonia es usada en el Nuevo Testamento para referirse a la nueva relación que se forma entre los creyentes unidos en Cristo. A menudo es traducida como «comunión» en nuestras Biblias. Cuando la iglesia primitiva se reunía, Lucas nos dice: «Y se dedicaban continuamente a las enseñanzas de los apóstoles, a la comunión, al partimiento del pan y a la oración» (Hechos 2:42).
A menudo, cuando pensamos en la comunión de la iglesia, viene a nuestra mente la cena de espaguetis del miércoles por la noche en el salón de la iglesia. O tal vez pensemos en el tiempo entre la escuela dominical y el servicio dominical en el que nos quedamos con nuestro café y nos ponemos al día con los demás. La confraternidad descrita en el Nuevo Testamento va más allá de una charla con una taza de café. Es más que hablar con otras mujeres antes de que comience el estudio bíblico del martes por la mañana sobre la última cosa sorprendente que hizo nuestro hijo. Es más que unirse a un grupo pequeño, asistir a un evento, o servir en un congreso.
La comunión que la Biblia describe en Hechos es la de compartir una vida en común. Como señaló Jerry Bridges en su libro «La Verdadera Comunidad»:
Los primeros cristianos de Hechos 2 no se dedicaban a actividades sociales, sino a una relación, una relación que consistía en compartir juntos la vida misma de Dios mediante la presencia del Espíritu Santo. Comprendieron que habían entrado en esta relación por la fe en Jesucristo, no por unirse a una organización. Y se dieron cuenta de que su comunión con Dios les llevaba lógicamente a la comunión entre ellos. A través de su unión con Cristo, se convirtieron en una comunidad verdaderamente espiritual.
Cultivando la comunidad
Compartir una vida en común no consiste en realizar actividades, sino en compartir la vida espiritual. Se trata de trabajar juntas para llevar a cabo los propósitos del reino de Dios. Se trata de servir juntas, de ayudarnos mutuamente en las pruebas, de recordarnos el evangelio, de levantarnos mutuamente cuando caemos, de orar las unas por las otras y de impulsarnos mutuamente en la fe. Y, en última instancia, se trata de reflejar a Cristo en nuestro amor por los demás, mostrándole al mundo caído que nos rodea.
Dios es quien crea la comunidad, pero nosotras tenemos que cultivarla. Tenemos que nutrirla, fomentarla y alentarla en nuestras iglesias. Ciertamente, podemos tomar un café juntas, participar en un evento divertido, o disfrutar de la compañía de las demás, pero esas actividades son el medio para la comunidad; no son la comunidad en sí misma.
El desarrollo de la comunidad en tu ministerio comienza con el ejemplo. Cuando las maestras hacen que la comunidad forme parte de los hábitos y las costumbres de la iglesia, los miembros seguirán su ejemplo. He aquí algunas maneras de desarrollar la comunidad en tu ministerio.
Servicio
La comunidad cristiana implica satisfacer las necesidades de los demás. En Hechos 2, los creyentes compartieron lo que tenían con los demás. Pedro nos dice que utilicemos nuestros dones para servirnos unos a otros (1 Pd. 4:10). Podemos cultivar la comunidad ayudándonos unas a otras. Una de las formas más sencillas es ofrecer comidas a quienes están enfermas, se están recuperando de una operación, acaban de tener un bebé o se han mudado a una nueva casa. Podemos ofrecernos a cuidar a los niños de una madre que necesita ayuda. Podemos cortar el césped de la casa de una viuda. Al servirnos unas a otras, mostramos el amor de Cristo a nuestras hermanas.
Ánimo espiritual
La comunidad cristiana implica un estímulo espiritual. El Libro de Hebreos nos llama a animarnos unos a otros en la fe (3:13, 10:24). Como maestras, podemos ser ejemplo para otras mujeres en la iglesia, animándolas con la esperanza que tienen en el evangelio. En lugar de decirle a alguien que oraremos por ella, podemos detenernos justo donde estamos y orar con nuestra hermana en el Señor. Podemos recordarle a una hermana en aflicción el gran amor de Dios por ella en Cristo. Podemos ser abiertas y honestas con otras sobre nuestras luchas, dudas y tentaciones de pecado, ayudando a otras mujeres a ver que todas somos pecadoras salvadas por la gracia. Todas necesitamos la gracia de Dios.
Hospitalidad
1 Pedro 4:9 dice: «Sean hospitalarios los unos para con los otros, sin murmuraciones». Una de las mejores maneras de cultivar la comunidad es haciéndolo en nuestros hogares. El hogar es el lugar donde somos más nosotras mismas. Es un entorno cálido e íntimo donde podemos compartir la vida espiritual con los demás. Pon el ejemplo invitando a la gente a tu casa. Invita a una nueva familia a comer. Invita a las madres jóvenes a una tarde de juegos con los niños. Acoge un grupo de discipulado en tu casa. Así como comemos el pan que alimenta nuestro cuerpo físico, podemos regocijarnos juntas por el Pan de Vida que alimenta nuestra alma.
Discipulado
La comunidad también se cultiva en el contexto del discipulado. La mejor descripción de esto en la Biblia se encuentra en Tito 2, cuando las mujeres mayores son llamadas a instruir a las más jóvenes sobre cómo vivir el evangelio. Estas relaciones son más que una mera instrucción bíblica; es invertir en la vida espiritual de otra persona. A medida que la mujer mayor conoce las esperanzas y los sueños, los temores y las angustias, y los pecados y las tentaciones de la mujer joven, mejor puede ayudarla a aplicar el evangelio en todas las áreas de su vida.
Aunque Dios creó la comunidad a través de la sangre de Cristo, tenemos que cultivarla. Requiere trabajo y esfuerzo. Tenemos que invitar a las personas a nuestros corazones y vidas. Como maestras en el ministerio, empecemos a cultivar la comunidad en nuestra propia vida y otros la seguirán. Esforcémonos por vivir la comunidad que hoy podemos tener gracias a la muerte de Cristo.
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