La plancha caliente de waffles vibraba mientras mi hermana colocaba la mezcla en cada hendidura y cerraba la tapa. Unos minutos después, tenía cuatro waffles humeantes apilados en un plato, con almíbar y crema batida a los costados, listos para servirlos a sus niños hambrientos.
Se me hacía agua la boca al mirar con ganas ese festín que yo no podía disfrutar, pues el gluten y mi cuerpo no se llevan bien. Suspiré con esa sensación familiar de frustración mezclada con tristeza mientras comía mis huevos fritos. ¿Por qué mi cuerpo tiene que ser tan tonto? ¿Por qué no puedo ser como todos los demás y disfrutar una comida normal? ¡Estoy tan cansada de esto!
Una lucha mayor que con los waffles
La sensación de hartazgo no se limita al desprecio por las restricciones alimenticias. Hay muchas áreas de mi vida en este momento en las que me siento lista para tirar la toalla.
De hecho, la vida cristiana en sí misma es un camino cuesta arriba, una lucha constante contra el pecado. Efesios 6 nos informa que esta lucha es mucho más apremiante que batallar contra nuestro deseo por las comidas prohibidas. Es una batalla feroz contra «los principados, contra potestades, contra los poderes de este mundo de tinieblas, contra las huestes espirituales de maldad en las regiones celestiales» (Ef. 6:12). Se nos llama a ponernos toda la armadura de Dios para que podamos estar firmes contra los ataques del enemigo (Ef. 6:10-20). Simplemente, no podemos rendirnos.
Sin embargo, en la mayoría de los días no me despierto con ganas de luchar. Me siento cansada, desanimada o apática. Pero un pasaje en el libro de Isaías me recuerda que Dios está en la batalla conmigo: para fortalecerme en medio de la pelea, incluso cuando me siento cansada o completamente desafiante.
Así que, veamos juntas este pasaje en Isaías 40. ¡Pero vamos a hacer algo poco convencional para abrirnos camino hacia atrás en el texto! (¿Recuerdas cuando las películas muestran una escena en retrospectiva para revelar información vital y crean ese momento de «¡ajá!» justo en el tiempo límite? Ese es mi objetivo con este estudio).
Los últimos versículos del capítulo 40 resultan familiares para la mayoría de nosotras, especialmente si hemos crecido en la iglesia. Es posible que lo tengas enmarcado en tu pared o lo hayas visto grabado en un águila tallada o algo similar.
Aun los mancebos se fatigan y se cansan,
y los jóvenes tropiezan y vacilan,
pero los que esperan en el Señor
renovarán sus fuerzas;
se remontarán con alas como las águilas,
correrán y no se cansarán,
caminarán y no se fatigarán.
(vv. 30–31).
Nos aferramos a unas palabras tan hermosas y llenas de esperanza como éstas, ¡y por una buena razón! Queremos tener la certeza de que Dios nos ayudará en los momentos de necesidad. Pero estas palabras son particularmente significativas al considerarlas dentro del contexto. Este llamado a la esperanza en el Señor surge a raíz de algunas preguntas de un arduo examen de conciencia. Retrocede algunos versículos y verás de lo que estoy hablando.
¿Por qué dices, Jacob, y afirmas, Israel:
Escondido está mi camino del Señor,
y mi derecho pasa inadvertido a mi Dios? (v. 27).
¿Te has sentido como si estuvieras perdida o como si Dios te hubiera olvidado? Sí, yo también. Pero en esos momentos de duda y desánimo, aún hay esperanza para las que se «fatigan» o «tropiezan y caen». El versículo 30 dice que nuestra esperanza y fortaleza vienen del Señor. Pero la razón por la que podemos confiar en esta verdad es gracias al carácter inmutable de Dios descrito en los versículos 28–29:
¿Acaso no lo sabes? ¿Es que no lo has oído?
El Dios eterno, el Señor, el creador de los confines de la tierra
no se fatiga ni se cansa.
Su entendimiento es inescrutable.
El da fuerzas al fatigado,
y al que no tiene fuerzas, aumenta el vigor. (vv. 28-29).
Nos fatigamos y nos cansamos; pero Dios, no. ¡Esa es una buena noticia! ¡Y la cosa se pone aún mejor! Sigue leyendo hacia atrás por el capítulo 40 y encontrarás más razones por las que puedes poner tu confianza en Dios. Él es digno. Verdaderamente, ¡no hay nadie como Él!
No hay nadie como Él en los cielos ni en la tierra.
¿A quién, pues, me haréis semejante
para que yo sea su igual? —dice el Santo.
Alzad a lo alto vuestros ojos
y ved quién ha creado estos astros:
el que hace salir en orden a su ejército,
y a todos llama por su nombre.
Por la grandeza de su fuerza y la fortaleza de su poder
no falta ni uno. (vv. 25–26).
Él gobierna sobre los vientos y los mares, los montes y los bosques, los hombres y las bestias.
El es el que está sentado sobre la redondez de la tierra,
cuyos habitantes son como langostas;
El es el que extiende los cielos como una cortina
y los despliega como una tienda para morar.
El es el que reduce a la nada a los gobernantes,
y hace insignificantes a los jueces de la tierra.
Apenas han sido plantados,
Apenas han sido sembrados,
Apenas ha arraigado en la tierra su tallo,
Cuando El sopla sobre ellos, y se secan,
y la tempestad como hojarasca se los lleva. (vv. 22–24).
Su sabiduría es incomparable.
¿Quién midió las aguas en el hueco de su mano,
con su palmo tomó la medida de los cielos,
con un tercio de medida calculó el polvo de la tierra,
pesó los montes con la báscula,
y las colinas con la balanza?
¿Quién guió al Espíritu del Señor,
o como consejero suyo le enseñó?
¿A quién pidió consejo y quién le dio entendimiento?
¿Quién le instruyó en la senda de la justicia, le enseñó conocimiento,
y le mostró el camino de la inteligencia?(v. 12-14).
Él es tierno, relacional y amoroso.
Como pastor apacentará su rebaño,
en su brazo recogerá los corderos,
y en su seno los llevará;
guiará con cuidado a las recién paridas. (v. 11)
Él es poderoso y victorioso.
He aquí, el Señor Dios vendrá con poder,
y su brazo gobernará por Él.
He aquí, con Él está su galardón,
y delante de Él su recompensa. (v. 10).
Él es estable, constante, eterno.
Toda carne es hierba, y todo su esplendor es como flor del campo.
Sécase la hierba, marchítase la flor
Cuando el aliento del Señor sopla sobre ella;
en verdad el pueblo es hierba.
Sécase la hierba, marchítase la flor,
mas la palabra del Dios nuestro permanece para siempre.
(vv. 6–8).
El momento de «¡Ajá!»
Estos versículos se fortalecen unos sobre otros como un «gran crescendo», recordándonos la razón por la que podemos poner nuestra confianza en el carácter de Dios. . . la razón por la que nos podemos acercar y mantenernos «junto a Su pecho» . . . la razón por la que podemos poner confiadamente nuestra esperanza en Él. La razón es la Buena noticia que se anuncia en los versículos 3–5:
Una voz clama
Preparad en el desierto camino al Señor;
allanad en la soledad calzada para nuestro Dios.
Todo valle sea elevado,
y bajado todo monte y collado;
vuélvase llano el terreno escabroso,
y lo abrupto, ancho valle.
Entonces será revelada la gloria del Señor,
y toda carne a una la verá,
pues la boca del Señor ha hablado.
Mateo 3 nos dice que la «voz» es la de Juan el Bautista, anunciando la llegada de Jesús y del reino de los cielos. Dios ha preparado un camino para nosotras que nos lleva hacia Sí mismo a través del nacimiento, vida, muerte y resurrección de Jesucristo. Él enderezó las sendas torcidas y levantó la carga de nuestros hombros. Al igual que Cristiano en la clásica novela alegórica de «El progreso del peregrino», se nos alivia de la carga por medio del poder de la cruz y somos equipadas con todo lo que necesitamos para luchar contra nuestros enemigos y llegar a la Ciudad Celestial (el cielo).
La fortaleza y la esperanza de Dios pueden ser tuyas, incluso cuando estás lista para darte por vencida, ya que Jesús, el Mesías prometido, vino a la tierra, vivió y murió para quitar tus pecados y resucitó para librarte –para que corras sin fatigarte–. Su Palabra dice que los que esperan en Él renovarán sus fuerzas. Garantizado.
Por supuesto, esta renovación que tanto anhelamos finalizará únicamente una vez que estemos en el cielo, en la presencia de Jesús. Puesto que todavía llevamos en nosotros la naturaleza pecaminosa heredada del primer Adán, nos fatigamos y nos cansamos. Nos desanimamos, perdemos la esperanza y sí, en ocasiones perdemos el terreno ante el enemigo. Pero Jesús lo sabe. Él no sólo nos ofrece la fortaleza y el poder para enfrentar a nuestros enemigos, sino que también nos promete consuelo en Su Palabra mientras esperamos la victoria:
Consolad, consolad a mi pueblo —dice vuestro Dios.
Hablad al corazón de Jerusalén
y decidle a voces que su lucha ha terminado,
que su iniquidad ha sido quitada,
que ha recibido de la mano del Señor
el doble por todos sus pecados. (Isa. 40:1–2, énfasis mío).
Amiga, habrán muchos momentos de fatiga, fracasos y dudas en nuestro camino cuesta arriba por este mundo roto. Luchar contra nuestra naturaleza pecaminosa y el mal a nuestro alrededor te deja exhausta. ¡Pero el Descanso y el rescate de nuestra batalla presente se ve en el horizonte! Puedes sacar fuerzas del Príncipe de Paz ya que Dios tiernamente ha prometido que la lucha que enfrentas es buena y ya está vencida –pues Jesús ya la venció por ti en la cruz–. Esta esperanza es la que te capacita para tomar tu cruz diariamente y seguir a Jesús.
Así que, corre a tu Creador, que jamás se fatiga ni se cansa y deja que Él renueve tus fuerzas. Mira al Dios eterno cuyo entendimiento y sabiduría son más de lo que puedes comprender. Cae de rodillas ante tu Salvador y encuentra el perdón y la esperanza en la sangre de Jesús que puede limpiarte.
Verdad en acción
Saber la verdad es la mitad de la solución. También, debemos vivir lo que sabemos que es verdad. Santiago le llama a esto ser «hacedoras de la Palabra, y no tan solamente oidores» (Santiago 1:22-25). Así que, con esto en mente, he aquí unas sugerencias prácticas para pelear la buena batalla:
- Aléjate de la tentación (o quita la tentación). Una alcohólica en recuperación no debe limitar su consumo de alcohol, sino dejarlo completamente. Tu pecado es sumamente grave (y peligroso). Hazte un favor: huye de la tentación y sigue la justicia (2 Tim. 2:22; Marcos 9:42-45).
- Recuérdate el evangelio. Jamás debemos dejar atrás la maravilla y el poder de la cruz y la resurrección de Jesucristo. Predícate diariamente la gloria de la gracia de Dios. Este recordatorio nos coloca en una posición en la que estaremos listas para correr la carrera que tenemos delante de nosotras (Heb. 12:1-2). Pablo la describe como llevar zapatos en nuestros pies (Ef. 6:11, 15). El evangelio nos equipa, nos anima y nos capacita para correr sin fatigarnos.
- Sumérgete en la Palabra de Dios. Es difícil predicarte el evangelio si no lo conoces. En la Palabra de Dios hay sabiduría, vida y amor. Jesús dice: «Si vosotros permanecéis en mi palabra, verdaderamente sois mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Juan 8:31–32).
- Rodéate de personas piadosas que puedan aconsejarte y a quienes le rindas cuentas. Si eres consciente de una lucha con un pecado particular en tu corazón, ¡busca ayuda! No tienes que luchar sola con eso. El pecado prospera si permanece oculto. Pero Dios nos creó para vivir en comunidad (Santiago 5:16).
- Encomiéndate a un Salvador amoroso. Luchamos una batalla perdida si intentamos vivir en nuestra propia sabiduría y fortaleza. Jesús es dulce y tierno y te llevará «junto a Su pecho» (Isa. 40:11 NVI). Ven y descansa en Él (Mat. 11:28-30).
¿Te has sentido cansada en la batalla? ¿De qué manera te anima el pasaje de Isaías?
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