Escrito por Pamela Espinosa
“El amor es paciente, es bondadoso; el amor no tiene envidia; el amor no es jactancioso, no es arrogante”. (1 Corintios 13:4)
La primera carta a los Corintios fue escrita por Pablo a una iglesia que tal vez tenía más cosas en común con nosotras de lo que imaginamos. Esta congregación bastante joven vivía en medio de una sociedad depravada, localizada en una ciudad con acceso a todo lujo y vicio, donde la palabra “corintizar” había llegado a ser sinónimo de inmoralidad. Esta sociedad adoraba y veneraba a Afrodita, la diosa del amor. ¡Sí! A esta iglesia Pablo escribe una carta para amonestarle y animarle a estar “firmes, constantes y abundando siempre en la obra del Señor” (1 Cor. 15:58).
Allí encontramos el famoso capítulo 13, un capítulo completo que Pablo dedica para describir el amor… un amor que los Corintios no conocían, un amor muy diferente al que su sociedad adoraba, un amor que no es arrogante. Un amor Ágape1.
¿Sábes lo que significa ser arrogante? Es exagerar mi propio valor o importancia, mostrando una actitud de superioridad. Es mostrar mi orgullo a través de mi comportamiento. La arrogancia es todo lo opuesto a la humildad, la modestia y la mansedumbre. A lo largo de la carta a los Corintios, Pablo nos abre un poco más el panorama para ver cómo los Corintios eran arrogantes en medio de la iglesia.
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“Para que ninguno de vosotros se vuelva arrogante a favor del uno contra el otro”. (1 Cor. 4:6)
La arrogancia es un pecado primeramente contra Dios (verticalmente), pero también es un pecado contra mis hermanos (horizontalmente). Cuando pienso que soy mejor que los demás, y lo demuestro tratándoles como inferiores a mí misma, es una forma de arrogancia.
En los capítulos tres y cuatro, los Corintios se sentían importantes comparándose entre sí porque unos seguían a Pablo, otros a Apolos, y otros a Cefas. El amor entre hermanos no se pone “el uno contra el otro” en arrogancia.
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“Y algunos se han vuelto arrogantes, como si yo no hubiera de ir a vosotros” (1 Cor. 4:18)
Al parecer, algunos de los miembros de la iglesia en Corinto habían decidido que Pablo ya no regresaría a Corinto para pedirles cuentas de sus enseñanzas y actitudes. Pablo dice que esta actitud es arrogancia. De igual manera, mi arrogancia se muestra cuando pienso que puedo seguir viviendo en pecado y no pasa nada, como si las consecuencias de mi pecado no fueran a llegar y puedo seguir viviendo sin tener que rendir cuentas a nadie. Digo en mi corazón: “está bien, puedo seguir pecando, puedo hacer lo que yo quiera”. La arrogancia me envanece y me impulsa a abusar de la gracia de Dios, viviendo como si el castigo estuviera muy lejos.
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“Pero iré a vosotros pronto, si el Señor quiere, y conoceré, no las palabras de los arrogantes sino su poder. Porque el reino de Dios no consiste en palabras, sino en poder” (1 Cor. 4:19-20)
Las palabras que hablamos se sienten poderosas, pero la muestra de verdadero poder está en las acciones que hacemos, en cómo vivimos. Pablo indica que él va a evaluar el poder espiritual en las vidas de las personas que hablan con arrogancia. Y la insinuación es que si hay palabras arrogantes, no habrá poder espiritual.
Yo puedo mostrar mi arrogancia a través de mis muchas palabras que fluyen de mi propio entendimiento y sabiduría. Pero sin acciones o actitudes que muestren amor hacia mis hermanos, no hay poder espiritual. Muestro arrogancia en mi forma de hablar, aunque sean palabras muy bonitas, y al final se revelan como palabras huecas.
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“Y os habéis vuelto arrogantes en lugar de haberos entristecido” (1 Cor. 5:2)
En lugar de sentir vergüenza, dolor o tristeza por el pecado que había en medio de la iglesia, los hermanos en Corinto estaban orgullosos de su tolerancia al pecado. Mi arrogancia se muestra cuando en lugar de afligirme y gemir por mi pecado, que llevó a Cristo a la cruz, me siento orgullosa de él.
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“El conocimiento envanece, pero el amor edifica” (1 Cor. 8:1)
Hay conocimiento que produce un efecto opuesto al verdadero amor. El conocimiento no acompañado de amor me hace inflarme más y más. Solo hincha mi mente, mientras destruye a los que están a mí alrededor. Es un conocimiento que destruye, no un conocimiento que edifica.
Al estudiar todo esto, ¡qué lejos me siento de tener ese amor sin arrogancia! Como hijas de Dios, vez tras vez somos llamadas a humillarnos delante de Él. Este versículo de Isaías me encanta por la perspectiva que me da:
Así dice el Señor:
El cielo es mi trono y la tierra el estrado de mis pies.
¿Dónde, pues, está la casa que podríais edificarme?
¿Dónde está el lugar de mi reposo?
Todo esto lo hizo mi mano,
y así todas estas cosas llegaron a ser —declara el Señor.
Pero a éste miraré:
al que es humilde y contrito de espíritu, y que tiembla ante mi palabra.
Isaías 66:1-2
Lejos de ser llamadas a exaltarnos a nosotras mismas, somos llamadas a humillarnos ante nuestro Dios, quien está sentado sobre Su estrado en gloria, honra, poder y majestad. Y cuánto menos, cuando vemos que nuestro Salvador, el Creador del universo, se humilló por amor a nosotras. Nuestro Rey justo y humilde, vino a esta tierra a tomar forma de hombre. El Dios eterno se encontró a Sí mismo limitado por tiempo y espacio para morir y salvarme de mi pecado.
Sólo al tener una perspectiva correcta de quién es Dios, en su omnipotencia, en su soberanía, y en su misericordia, pueden nuestros corazones postrarse y darle gloria al Único que es digno. En Él encontramos ese amor que no es arrogante. Su amor habilita a sus hijos a amar así: “con actitud humilde cada uno de vosotros considere al otro como más importante que a sí mismo” (Filipenses 2:3).
Al pie de la cruz encuentro el amor que es paciente y bondadoso, que todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta y que nunca deja de ser. Este amor no es arrogante.
1Agapao significa “preferir”, “estimar a una persona (o cosa) más que a otra”.
Diccionario Teológico Beacon (p. 35). Lenexa, KS: Casa Nazarena de Publicaciones.
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