Desde los tiempos del Edén, la humanidad ha emprendido una carrera detrás de sus ídolos, dándole la espalda a Dios y buscando su identidad en fuentes vacías.
Eva dudó que Dios era digno de su completa confianza, ella rechazó a Aquel que imprimió en ella su imagen y su pecado la lanzó a un abismo que le robó la noción de quien es Dios y de quien es ella.
Siglos más tarde nos encontramos haciendo lo mismo, cuando fijamos nuestro corazón en cualquier cosa que no sea Dios, cuando rendimos nuestras vidas en adoración a personas e ideas, cuando seguimos la misma carrera de Eva en busca de su identidad. Y el problema no es la búsqueda de identidad en sí misma, es cuando algo que no es Dios se convierte en el objeto de nuestra adoración.
Quizás sea difícil reconocer cuales son esas fuentes vacías de identidad, aquí te comparto algunos de los ejemplos que encontré en mi propio corazón:
Cuando pongo toda mi esperanza en mi esposo, y dependo emocionalmente de su comportamiento para sentirme feliz.
Cuando estoy dispuesta a ignorar las necesidades de mi familia por no sacrificar mi carrera profesional.
Cuando hago sentir miserables a las madres que no están a tiempo completo en el hogar porque entiendo que es lo que toda mujer debe hacer.
Cuando pienso que el matrimonio es la única meta de toda mujer o cuando no estoy dispuesta a darle la bienvenida al matrimonio por no perder los privilegios de la soltería.
Cuando me olvido de que el mundo sigue girando y sólo estoy pendiente a las necesidades de mis hijos de una manera compulsiva e histérica.
Cuando mis decisiones se ven afectadas porque quiero quedar bien con la gente que amo.
Cuando cuido con más afán mi belleza física que el estado de mi alma.
Cuando el único tema de mis conversaciones es acerca del método educativo de mi preferencia o quizás acerca del nuevo modelo de negocios que me hará independiente y prospera en poco tiempo.
Cuando el trabajo en el ministerio o la iglesia me llena plenamente al punto de perder totalmente el interés de servir a mi familia.
Aunque estas cosas pueden ser buenas en sí mismas, ninguna de ellas puede ser el objeto de toda nuestra devoción. El trono de mi corazón es solo uno y debo decidir quien lo va a ocupar. Lo que hacemos o tenemos nunca podrá definir quienes somos, sólo lo que Cristo ha hecho a nuestro favor es una fuente segura para nuestra identidad.
Porque a larga todos nuestras pozos (humanas y materiales) de identidad se secarán y nos secaremos con ellos. Sin embargo la gracia salvadora de Jesús es una fuente inagotable, de la que podemos beber hasta la eternidad. Sacia nuestra sed de propósito, nos adopta como hijas de Dios, llena nuestra necesidad de aprobación y reboza nuestro gozo.
¡Bebamos de esa fuente! De la que fluye perdón para cada necesidad y que siempre será suficiente para llenar el estándar que jamás podremos alcanzar. La fuente que mitiga en nosotros el deseo de conformarnos al mundo y que nos llena de su plenitud y abundancia.
Y una vez, satisfechas en Cristo podremos abrazar nuestras convicciones correctamente porque nuestra aceptación no provendrá de ellas sino de Quien nos ha hecho suyas por siempre.
Es una decisión que tengo que tomar todos los días, es un recordatorio constante a mi alma, lo que hago para Dios no puede sustituir lo que Dios ha hecho por mí.
Respondió Jesús y le dijo: Cualquiera que bebiere de esta agua, volverá a tener sed; mas el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna. Juan 4:13-14
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