Llevando cuentas o dejándolas pasar

Tenemos, esencialmente, dos maneras de responder ante los embates de la vida y las injusticias. Cada vez que nos sentimos heridos, escogemos uno de estos dos caminos.

El primero obedece a nuestra respuesta natural y nos convierte en “cobradoras de deudas”. Nos proponemos hacer que el ofensor pague por lo que ha hecho. Podemos ser abiertas o sutiles, pero —hasta no obtener una disculpa satisfactoria, hasta no determinar si se ha pagado la penalidad adecuada— el malhechor debe guardar prisión hasta que su cuenta quede saldada; nos reservamos el derecho de castigarles por su transgresión.

En lugar de soltar la soga ante las ofensas recibidas, en lugar de dejar que un Dios fuerte y grande maneje el problema de acuerdo a Su camino perfecto, justo y redentor, nos aferramos al dolor y rehusamos soltarlo. Mantenemos a nuestro ofensor secuestrado (o eso queremos pensar)

Pero el problema de ser una cobradora de deudas, va más allá de mantener a nuestro ofensor en prisión; nos coloca a nosotras en prisión también.

Un colega me contó la experiencia desgarradora de una mujer que decidió compartir su historia  con la congregación de su iglesia, mientras Dios le venía revelando su necesidad de escoger el camino del perdón. Cuando era jovencita,  ella y una amiga decidieron visitar la oficina del alguacil. Ésta quedaba en el mismo edificio de la cárcel del condado donde ambas vivían. Las niñas siempre habían considerado a este como su amigo, una persona uniformada, con su chapa de identificación y muy divertida.

En un momento dado, su amiga se fue a jugar y la dejó sola en la oficina del alguacil. De repente, su mirada cambió y se empezó a sentir incómoda. La atmósfera se fue tornando tensa y escalofriante. Él se acercó y le susurró  “Si le dices a tus padres lo que te voy a hacer — señalando los barrotes de la celda que quedaba detrás de él — te voy a encerrar en una de esas.”

Y, con eso, procedió a abusar de ella.

Habían pasado años desde aquellos eventos el día que ella, siendo ya adulta, se decidió finalmente a compartir su historia; la historia de cómo aquél hombre en quien confiaba  destrozó su inocencia y su infancia. Ahora, pensando sobre lo que el alguacil dijo sobre encerrarla si decía algo a sus padres, ella dijo, “me doy cuenta de que en mi corazón lo puse a él en una ‘cárcel’ ese día, y todos estos años lo he mantenido allí.”

Cuando Dios, finalmente, abrió sus ojos y pudo ver lo que su falta de perdón le estaba haciendo a ella y a su matrimonio, se dio cuenta de algo más: en ese mismo día, todos esos años atrás, también ella se había encerrado en la misma prisión. Y, aunque el hombre ya tenía mucho tiempo de fallecido, la falta de perdón y la amargura la habían mantenido aprisionada (durante todos esos años) en una celda de su propia fabricación.

¿Fue su culpa el haber sido abusada por una figura con autoridad? Por supuesto que no. No puedo afirmarlo más categóricamente, pero ¿quién había sido la más afectada por su falta de perdón? ¿Y por qué debía permanecer en la “cárcel” por una ofensa que otra persona había cometido?

El colectar deudas es la respuesta natural del ser humano ante el dolor, el abuso y el maltrato. Invariablemente, produce un fruto amargo, un dolor muy agudo, un gran resentimiento y un largo cautiverio.

Pero hay otro camino. Uno mucho mejor. El camino de Dios.

Déjalo Ir.

Como alternativa de ser colectores de deudas —el camino del resentimiento y la represalia— Dios nos llama a la elección pura y poderosa del perdón; a perseguir, siempre que sea posible, el camino de la restauración y la reconciliación.

“...como Cristo os perdonó,” escribe Pablo en (Colosenses 3:13, LBLA), “por lo que vosotros deben perdonar.” Dios mismo fue igualmente claro y directo: “ y cuando estéis orando, perdonad si tenéis  algo contra alguien, perdónale” (Marcos 11:25, LBLA) “Lo que sea a quien sea”. Ninguna ofensa es demasiado grande, ningún ofensor está fuera del alcance del perdón que debemos conceder.

Sí, esa clase de perdón no es natural. Es sobrenatural. En ocasiones, es casi increíble.

Pregúntenle al cirujano cuya mala práctica médica le costó la vida a la mamá de mi amiga, Margaret Ashmore. La llevaron a emergencia con dolor en el pecho a pesar de verse animada y alerta mientras le hacían las pruebas que sí terminaron revelando un pequeño infarto. Se determinó que una angioplastía, era el procedimiento adecuado para desbloquear sus arterias.

Fue llevada, inmediatamente, al quirófano. Todos esperaban que estuviese bien.

Pero, en medio de la operación, el doctor infló el balón demasiado rápido y antes de tiempo. El daño en su corazón hizo que fallara irremediablemente. Cayó en un coma profundo y murió horas después.

El papá de Margaret estaba inconsolable. Su esposa durante 42 años le había sido arrebatada en cuestión de minutos; un matrimonio atesorado y de un amor intenso y leal como pocos, había terminado sin nada que lo justificase; y todo por el error de un cirujano.

Los días que siguieron fueron demasiado dolorosos para Margaret. Su papá (alguien de trato suave y bondadoso) se estaba convirtiendo en un ciclón lleno de rabia, dolor, desconsuelo y ávido de venganza.  En su ira descomunal y atormentado por un corazón destrozado, se propuso “destruir el hospital”. Exigiendo una reunión con la administración del hospital y los doctores responsables del cuidado de su esposa, les prometió demandarlos y acabar con ellos... viviendo para verlos sufrir.

Mientras el staff del hospital y los médicos esperaban ansiosamente la llegada del papá de Margaret, para la confrontación, temblaban ante lo que esperaban escuchar. ¿Cómo alguien en sus zapatos podía enfrentar una situación como esa?

No lo enfrentas… cuando Dios ya lo ha hecho.

De camino al encuentro, el papá de Margaret cayó en cuenta de que si quería salir de aquel calabozo infernal (lleno de rabia y amargura) en el que se encontraba, tenía que hacer lo que Dios había hecho por él. Tenía que perdonar.

Para sorpresa de todos, mientras atravesaba el umbral de la puerta y caminaba directamente hacia el hombre (cuyo descuido acabó con la vida de su esposa) extendió su mano y le dijo “de la única forma en la que voy a poder vivir en paz —durante lo que me reste de vida— es perdonándolo.”

El doctor empezó a llorar. Por lo que pareció una eternidad, no podía soltar la mano del hombre que había renunciado a su derecho de retaliación.

Dos personas salieron libres, de ese salón de conferencias, aquél día —pero ninguno más libre que el que cedió y decidió perdonar.

 

©Aviva Nuestros Corazones. Usado con Permiso. Extraído de “Escoge Perdonar: El camino hacia la Libertad” por Nancy Leigh DeMoss. www.ReviveOurHearts.com www.AvivaNuestrosCorazones.com

Sobre el autor

Nancy DeMoss Wolgemuth

Nancy DeMoss Wolgemuth ha tocado las vidas de millones de mujeres a través del ministerio de Aviva Nuestros Corazones y del Movimiento de Mujer Verdadera, llamando a las mujeres a un avivamiento espiritual y a la feminidad bíblica. Su amor por Cristo y por Su Palabra es contagioso y permea todos sus alcances, desde sus conferencias hasta sus programas de radio.

Ha escrito veintidós libros, incluyendo Mentiras que las mujeres creen y la Verdad que las hace libres, En busca de Dios (junto a Tim Grissom), y Adornadas. Sus libros han vendido más de cuatro millones de copias y están llegando a los corazones de las mujeres alrededor del mundo. Nancy y su esposo, Robert, radican en Michigan.