Hace unos años, una amiga se me acercó para hacerme una observación respecto a cómo yo había actuado. Me sentí confundida por su corrección porque no me parecía que yo había pecado. ¿Quizás yo era inconsciente de mi conducta pecaminosa, tan profundamente arraigada en mí, que podría tratarse de lo que algunos consideran como un punto ciego, algo que no podía ver?
Pero después de compartir su observación con mi esposo y algunas amigas cercanas, mi conciencia estaba tranquila. Creí que no había pecado en ese momento. Más adelante mi amiga me confesó que batallaba con el legalismo y el juzgar a otros. No fue que ella viera algo en mí que necesitaba ajustes para que yo pudiera caminar de una manera digna del evangelio; sino que vio algo en mí que necesitaba ajustes para que yo pudiera caminar de una manera digna de ella.
Yo lo he hecho igual, y me imagino que tú también. Podemos tomar nuestras convicciones o las áreas grises de las Escrituras y convertirlas en reglas y leyes que otros deben obedecer. De alguna manera creemos que nuestro estándar de vida –nuestra creencia más allá del evangelio- debe serlo para todas las personas. No es que queramos minimizar el pecado, sin embargo ¿con cuánta frecuencia colocamos una carga indebida en otras, para que luzcan como nosotras, piensen como nosotras y actúen como nosotras?
Amando al indigno de ser amado
Probablemente todas hemos escuchado la parábola del hijo pródigo. En Lucas 15:11-32, vemos a un joven hijo rebelde escaparse de casa y despilfarrar su herencia. Su padre era un hombre generoso y le dio al joven la herencia que tan egoístamente solicitó –una solicitud tan buena como el deseo de que su padre estuviese muerto. Llegó una hambruna y el joven quedó pobre, hambriento y desesperado. Al darse cuenta de su pecado, este joven regresó a su padre y no solo se le recibió con copiosos besos, vestimenta, y comida sino incluso con una fiesta.
Era una celebración… excepto que no todos estaban celebrando.
El joven tenía un hermano mayor. Cuando conocemos al hermano mayor, pronto entendemos que era obediente. Incluso podemos asumir que todo lo hacía bien. Pero por la manera en que responde a su padre, resulta fácil para nosotras, cristianas de los tiempos modernos, llegar a la conclusión de que era un legalista. Resulta evidente que el hermano mayor era un tipo desagradable. Era grosero, orgulloso y arrogante. Exigía ser reconocido y recibir los elogios y la distinción que creía merecer. No quería recibir a su hermano menor porque lo consideraba un pecador.
Pero, ¿qué hizo su padre? ¿Reprendió al hermano mayor y lo rechazó? ¿Lo juzgó duramente? No. El padre respondió bondadosamente: «Hijo, tú siempre has estado a mi lado, y todo lo mío es tuyo» (v. 31). ¿Por qué tanta gracia para este hijo tan desagradable? Porque según lo dice la parábola, es una lección para nosotras. En este caso, es un recordatorio de que nuestro Padre ama a quienes son indignos de ser amados.
Nosotras somos las indignas de ser amadas
El legalismo, o cualquier parecido con el mismo, puede ser uno de los pecados más difíciles de perdonar porque afecta a otros. Cuando batallo con el legalismo, no se manifiesta en privado. Sale en los conflictos con mi esposo o con mis hijos. Sale cuando estoy en las redes sociales y cuestiono algo que otros postearon por no ser algo que yo postearía. En el pasado, ha salido cuando he hecho exactamente lo mismo que mi amiga me hizo…He visto un área gris en las Escrituras, pero de alguna manera la he convertido en una ley y como resultado, he juzgado a otros.
La verdad es que sea que actuemos o no por nuestro legalismo, tú y yo somos difíciles de amar. Nuestro pecado nos hace indignas de ser amadas. Pero además de toda nuestra fealdad, somos mucho más parecidas al hermano mayor de la parábola de lo que quisiéramos admitir. Tenemos gracia para algunos, pero no para otros. Estas personas me parecen bien porque viven como yo, pero estas, no. Recibimos y rechazamos, todo en un mismo suspiro. No nos gusta oír que merecemos ira porque pensamos que somos dignas de gracia, pero sí podemos darnos la vuelta y mirar a nuestra vecina con disgusto.
Somos grandemente amadas
Serían muy malas noticias si la historia del hijo pródigo terminara con el hermano mayor siendo sacado a patadas de la casa y rechazado por su padre. También serían increíblemente malas noticias si nuestro destino fuera ser abandonadas a nuestra propia suerte, o a merced de otros. La buena noticia para el hermano mayor es la misma para nosotras. Dios nos recibe por Su Hijo, Jesús. Somos indignas de ser amadas, pero hechas dignas por un Padre amoroso. Exigimos, pero Él dice: «Hijo, tú siempre has estado conmigo, y todo lo que es mío es tuyo» (ver 2ª Co. 1:20, Ef. 1:3-14).
La sangre de Jesús abre el camino tanto para las indignas y las legalistas, como para las hijas pródigas. Él desea que todas vengan a Él y lo conozcan como su Salvador. Él nos limpia, nos hace puras, expulsa nuestro pecado de su vista, y nos recibe en casa.
Implicaciones para nosotras
Dios nos llama a amar como Él. Si decimos que amamos la gracia, pero odiamos a los legalistas, no somos como Jesús, y no nos conocemos a nosotras mismas. Somos legalistas de corazón, propensas a pensar que merecemos algo de nuestro Dios por nuestras buenas obras. Pero cuando verdaderamente vemos nuestra desesperada necesidad de gracia, la podemos extender a otros. Puede ser más fácil amar al pródigo porque ha caído, lo sabe y ha cambiado. En ocasiones es más difícil amar a quienes parecen tenerlo todo bajo control. Pero sabemos que nadie tiene todo bajo control. Entonces pidamos al Señor que nos dé la gracia que necesitamos para amar a quienes son exactamente como nosotras –indignos de ser amados.
¿Hay personas difíciles de amar en tu vida, a quienes necesites extender gracia? ¿Estás actuando como el hermano mayor?
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